Cd. de Méjico – Tenochtitlan - 1683
--¡Treinta años! --gemía un hombrón ya entrado en años que bebía
en una esquina de “El Arco de Neptuno”--. ¡Treinta años sirviendo a la corona
lealmente y ahora me tratan así! He dejado mi pellejo y mi sangre en Flandes,
Sicilia, y en los Dardanelos. Y por todo ello ahora el virrey me manda ir de su
presencia con desdén. ¡Qué diablos sabe ese marinero de agua dulce, don Tomas
de la Cerda, de los huracanes del Caribe!
El hombrón estaba muy colorado y sudaba a chorros y su voz poderosa podía ser oída por todos los asistentes.
--Su señoría –dijo Perico solicito acercándose al hombrón que aparentemente estaba ya en avanzado estado etílico--, acaso por vuestro bien y el de este santo establecimiento os suplico que moderéis vuestras quejas.
--¿Por qué? ¿Creéis que el duque de Van Guld teme que lo oigan y
le vayan con el chisme al patán del virrey? ¡Si! ¡El virrey es un patán!
¡Ingrato! ¡Me cago en el virrey!
--Le suplico su señoría –insistió Perico--, tal vez vuecencia ha
bebido en demasía.
--¡No! ¡Es más tengo sed! ¡Traedme más vino, un rioja! ¡Lo que
me habéis servido sabe a meados!
Perico le hizo una señal a dos mozos toscotes que le ayudaban en
estos casos.
--¿Acaso creéis que el duque de Van Guld no puede pagar por
vuestros meados? ¡Tened! –dijo Van Guld aventando una bolsa a los pies de
Perico.
--¡Tate! –dijo Aramis capturando en el aire la bolsa con su
toledana y luego ofreciendo la punta de esta, y la bolsa, a Perico--. Ya
oísteis lo que el señor duque demando. Traednos más vino. Un rioja, sí. Y
además, traedle al señor conde algo que le baje la borrachera, ¿me entendéis?
--Sé exactamente que ofrecerles, su señoría –contesto Perico
quitando con cuidado la bolsa de la punta de la toledana y sopesándola.
--Y va vuestra vida de por medio que nadie nos interrumpa. Si
vienen alguaciles a preguntar por el señor aquí decidles que ya se fue y no los
dejéis entrar. ¿Entendéis?
Van Guld se puso en pie y trato, sin éxito por lo borracho, de
sacar su toledana.
--¡Sea! ¡Bienvenida la muerte! ¡Estoy borracho pero soy buen
gallo! ¿Os manda el virrey (jic)?
--Sentaos, su señoría –indico flemático Aramis--. Tiempo habrá
para morirse.
--¿Quién sois?
--Mi nombre es Aramis.
--¿Sois gentilhombre (jic)?
--En efecto. Y también he servido a amos desagradecidos. Si
tacaño fue Mazarino no os imagináis lo tacaño y desagradecido que es hoy Luis.
Francamente no entiendo porque Gastón (d’Artagnan) sigue a su servicio.
--¿Luis XIV? ¿Sois francés?
--Si. Pero ya no sirvo al rey. Decidme, ¿a razón de que habéis
caído de la gracia de España?
--¿Por qué diablos os lo diré?
--Toda la taberna ya lo sabe. ¿Qué os cuesta detallármelo?
Además, os podría hacer una propuesta ventajosa. Todo depende de lo que me
digáis.
Perico deposito una botella polvorienta de rioja y un platillo
ante el conde.
--Idos con tiento, su señoría –advirtió Perico--. Está bien
chiloso.
--¿Me matara?
--Es posible –dijo Aramis--. La comida aquí puede ser mortal. Pero si no os mata os bajara la borrachera.
--¿Y por qué quiero bajármela? –pregunto con terquería de borracho Van Guld.
Perico le sirvió a ambos de la botella y le extendió tarros a
ambos. Aramis lo probó.
--¡Mon Dieu! Os aseguro, su señoría que si os baja la borrachera este delicioso rioja no os sabrá a meados.
Van Guld le entro al platillo y sus ojos casi se desorbitaron.
Se puso aún más colorado y sudaba a mares.
--¿No hay plato así en Holanda, oui?
--No. Pero he viajado a la India y a Java –contesto Van Guld—y
he probado curries que os harían cagar las vísceras. Esto es formidable pero
creo que sobreviviré. Y bien, ¿Qué diablos queréis saber?
--No parecéis estar muy contento con el virrey. ¿Qué sucedió?
Van Guld apuro de su tarro aunque Aramis le detuvo para que no
bebiera tanto de golpe.
--Capture en la laguna de Alvarado a mi némesis, el señor de
Ventimiglia, el cual algunos llaman el Corsario Negro. Este en realidad es un
vulgar pirata que se robó y dejo ahogar a mi hija, Honorata. Jure por Belcebú
que nunca se lo perdonaría. El día de su captura fue el día más maravilloso de
mi vida aunque eso no compensa por la pérdida de mi hija. Ya lo íbamos a
ahorcar junto con la chusma que lo acompaña cuando el gobernador de Veracruz
insistió que lo lleváramos ante el virrey. Tal parece que don Tomas de la Cerda
se las da de muy almirante y señor de los mares y emitió un decreto por el cual
el mismo juzga a todo pirata que sea capturado.
--Ah sí, desde que la gente de Lorencillo desplumo Veracruz los
españoles aquí insisten en demostrar que todavía mandan en la Nueva España.
El conde soltó un sonoro eructo seguido de un pedo con olores
mefíticos que causo que la concurrencia de la taberna se mareara y se
persignara. Aramis se tapó la cara con su capa.
--El maldito de Ventimiglia fue parte de la flota de Lorencillo
que desplumo Veracruz. Yo encabezaba una escuadra, la vanguardia del convoy que
salió de Cartagena cargado a punto de naufragar con oro y plata que sería
llevado hasta Sevilla para la hacienda del rey. Obvio, estábamos muy atentos a
toparnos con piratas. Pasando el Cabo Catoche aviste a la nave de Ventimiglia,
el Rayo. Seguro iba a la Tortuga con todo lo que habían robado en Veracruz. Lo
perdí en medio de un huracán y por fortuna lo volví a encontrar en la laguna de
Alvarado donde se había refugiado.
--¿Y bien?
--Pues llevaba a Ventimiglia a esta capital y por el rumbo de
Puebla el desgraciado se evadió con toda su gente. Lo buscamos sin éxito pero
el diablo lo ha de haber protegido. Tuve que dar parte del incidente ante el
virrey y este me hizo remover de su presencia por sus guardias los cuales me maltrataron
y aventaron a la plaza mayor.
--Merde. Eso cala. Decidme, ¿tenéis todavía mando sobre buques?
--Si. Dos. Mi nave, La Soberana,de Flandes y la Santa Virgen del
Rosario. Están todavía en Veracruz aguardándome. Buscaremos unirnos al convoy
que para entonces ha de estar llegando a Cuba.
--¿Os es leal la tripulación?
--A morir.
Aramis se sirvió del rioja otra vez.
--Este vino es magnífico, ¿no cree vuecencia?
Van Guld volvió a tomar otro sorbo.
--Ya no me sabe a meados. La borrachera se me bajo aunque creo
que el plato este ha derretido mi lengua.
--Veníais con gente escoltando a vuestros prisioneros, ¿verdad?
--Hacéis muchas preguntas, señor Aramis y yo ni siquiera os
conozco.
--Bien, señor conde, si tenéis recelo eso indica que estáis otra
vez en vuestros cinco. Tal celebro. Si me dais las respuestas que busco os hare
mi propuesta y estoy seguro que esta será de vuestro agrado.
--Diantres, sí, tengo seis hombres de la tripulación de la
Soberana. Y si, están bien armados, cosa que estoy seguro será vuestra
siguiente pregunta. Están en una venta en las afueras de la ciudad. ¿Qué
diablos proponéis? ¿Tomar el palacio del virrey? ¡Vive Dios que con gusto
lavaría la afrenta enterrándole mi toledana en el pescuezo al virrey don Tomas
de la Cerda!
Afortunadamente el conde ya no estaba gritoneando como borracho
y esas últimas palabras solo las oyó Aramis, aunque este, por precaución volteo
a escudriñar a la concurrencia.
--No, eso no es lo que hay que hacer. Veréis, tengo un trabajito
que terminar en Puebla. Y he decidido que estoy cansado de andar haciendo
hazañas solo. Mis últimos intentos solo me han cosechado golpes. De ahí que
deseo que me ayudéis. Además, creo que mi patrón me perdonara si no acabo su
encomienda aquí en la capital. Cierto convento está muy vigilado últimamente.
--¿Convento? ¿Queréis que robemos a una novicia? En todas las
historias que he leído es muy fácil entrar a un convento y secuestrar a una
novicia.
--No, Monsieur conde, no quiero yo saber nada más de conventos.
Está lleno de víboras violentas. Creedme, hablo por experiencia. Hay monjas ahí
que son más peligrosas que los guardias del cardenal.
--Y a todo esto, señor Aramis, no me habéis dicho quién es
vuestro patrón.
--No, no he dicho eso, en efecto.
--¿Es un patrón generoso?
--Cual Creso. Y tiene hartos cestos rebozando con doblones para
recompensar a los que lo sirven.
--¡Vive Dios! ¿Quién es?
--Señor conde, yo, Aramis, soy jesuita y sirvo al papa. Y os
aseguro que este no es ingrato como los virreyes y reyes de España…o hasta los
de Francia. Esta es mi propuesta: ¿juráis servir al papa y poneros a mis
órdenes?
--Señor Aramis, yo, el conde Van Guld, con mucho gusto le juro
lealtad al papa y doy mi palabra de gentilhombre de serviros. Mi espada y las
de mis hombres están a vuestro servicio.
--Tocad mi anillo, señor conde. Es el mismo que portaba Loyola,
el fundador de nuestra orden y haced el juramento de lealtad al pontífice.
Hecho tal cosa Aramis le señalo a Perico que trajera otra
botella de rioja.
Mientras los dos hombres tomaban no se percataron de Amaranta,
que, siendo la patrona de la taberna, los observaba desde una esquina oscura.
--Diantres –pensó la moza--, vive Dios si no es ese el tal
Aramis que me dio la estocada y para el caso me mato. Y el borrachín ese bien
se merece el garrote por hablar así de su señoría el virrey, aun si este es un
gachupin. En justicia, sus alguaciles no me han extorsionado como hacen con los
otros negocios. Sor Juana decía que ella había mandado una carta a la corte
pidiendo que se protegiera al Arco de Neptuno. ¡Maldita sea! Ya salió el coco.
Jure no volver a tener trato con ella. ¡Pero no la puedo olvidar! Y carajos, de
alguna manera debo vengarme. La toledana de ese maldito francés me dolió de los
mil diablos cuando me la ensarto. Ni modo, le daré parte a Sor Juana de lo que
vide aquí. A ver si la desgraciada se digna volver a hablarme.
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