Tuesday, July 19, 2016

IX. Aramis Herido

En un pueblo al oriente de la Ciudad de Méjico – Tenochtitlan – 1683

La fiebre había arreciado.  Pero Aramis estaba todavía muy débil.  Tal vez, pensó el jesuita, fue pura suerte del maldito moro al lograr herirlo pero indudablemente la estocada fue certera.  Si no le penetro más profundamente fue por los reflejos instantáneos del jesuita que lo hicieron retroceder y evadir mayor daño a su persona.

Aramis se levantó con dificultad y vacío la vejiga en un recipiente para el caso.  El jesuita miro a su alrededor.  El cuarto era de mala muerte, oliente a las tristezas de los que por ahí habían pasado, en su mayoría arrieros que cubrían la ruta de la Ciudad de Méjico hacia el golfo.  El catre era incómodo y seguro lleno de chinches. 

Aramis se rasco con incomodidad y cierto asco.  El jesuita era un hombre muy meticuloso en su vestir y persona.  Acostumbraba por lo menos el baño semanal, cosa inusual en Europa y siempre procuraba traer ropa interior limpia, sobre todo cuando un lance era inminente.  Eso, bien sabia Aramis, prevenía infecciones en caso de ser herido.

De un clavo en una pared en la triste covacha colgaba la toledana del jesuita y también una pistola.  La venta se encontraba a unas cuantas leguas de la ciudad, en un pueblo cuyo nombre Aramis maldecía por lo imposible de su pronunciación.   Aramis había llegado tal vez dos días antes (el jesuita había perdido la noción del tiempo) y había exigido que el posadero le rentara todo el segundo piso del tugurio.  La bolsa pesada de plata que Aramis ofreció y su mirada glacial fueron suficientes para  convencer al hombre.

Había estado lloviendo toda la noche.  De ello atestiguaba la gotera que había despertado a Aramis esa madrugada.  También Un viento frio había entrado por una claraboya en lo alto de una pared del cuartucho.  Aramis se dirigió a esta y encaramándose penosamente sobre un banquillo logro atisbar afuera de su habitación.   Estaba amaneciendo.  Aramis podía contemplar una calle empedrada y solitaria.  La vegetación alrededor de esta era exuberante, un verdor como jamás había contemplado en Francia.

--Maldito lugar pero tiene cosas hermosas –concluyo el jesuita--.  Si no estuviera en misión bien consideraría quedarme aquí y al diablo con el papa y sus caprichos.  Seguro hay mujeres fogosas aquí.

Recordar a su soberano le causo que la bilis se le subiera.  Empezó a sentir un mareo y dolor donde la estocada le había entrado.  Aramis se volvió a sentar en su catre y se quitó la camisa empapada de sangre costrosa y seca.  El jesuita reviso la herida que él mismo se había cosido y cerrado burdamente.  Aramis se oprimió cuidadosamente el área de la herida y un fluido claro salió.  Esta era buena señal.  El aguardiente que se había derramado sobre la herida antes de coserla había prevenido una infección.

O tal vez, conjeturo Aramis, el moro era hombre de honor y no había hundido la punta de su acero en estiércol como acostumbraban algunos guardias del cardenal de infame memoria.  Eso garantizaba que con cualquier rasguño que le dieran a uno vendría la gangrena y la muerte segura.

La sed lo invadió.  Se volvió trabajosamente a incorporar y se dirigió a la mesita que era el único otro mueble del cuartucho.  Ahí había dos botellas de vino, una vacía ya, y la otra a medias.  Aramis tomo un trago largo de esta última.  Luego sus ojos cayeron sobre el libraco sobre la mesita.  Era, bien sabía el jesuita, el Caracol, una obra que amenazaba la hegemonía de la santa madre iglesia.  La misión de Aramis era encontrar este libraco y llevarlo a Roma.  Pero antes tenía que ajusticiar a la autora, la cual resulto, según le había dicho el inquisidor Montoya, una monja jerónima llamada Sor Juana.

Aramis maldijo quedamente.   Ya tenía el dichoso libraco y llevárselo al pontífice allá en Roma era cosa de tiempo.  La Nueva España no lo iba a aprisionar.  Y respecto a ajusticiar a la tal Sor Juana, el que antes había sido mosquetero del rey de Francia no hubiera alzado la mano contra una mujer.  Bueno, sonrió Aramis, Milady de Winter más vale que no cruzara su camino.  Pero ahora como jesuita su obediencia al papa tenía que ser absoluta.   Sea, pensó Aramis, si tal es el caso esta Sor Juana tendrá que morir.

Aramis abrió el libraco.  En su juventud había aprendido de números pero los cálculos que se le presentaban le eran imposibles de descifrar.  Estaba todo, si, escrito en una letra disciplinadísima, y las propuestas y axiomas estaban escritas en un latín de una elegancia que el mismo Cicerón envidiaría.  Aramis podía intuir que la autora escribía de corrido, como quien tomara dictado, y todas sus derivaciones iniciaban en forma clásica postulando lo que se iba a demostrar y acabando invariablemente con un QED –Quod Erat Demonstrandum—que no ameritaba contradicción.

--¡Santo Dios!  ¿Esto lo escribió una monja jerónima?

Había además diagramas precisos y sin embargo elegantes que acompañaban las derivaciones.  Era aparente que la monja estaba usando la teoría de Kepler y observaciones para predecir la órbita de un nuevo astro al que llamaba por el nombre indostano de Rahu.  Aramis busco en el apéndice y encontró igualmente disciplinadas observaciones de este astro.  Las fechas, sin embargo, eran sorprendentes pues abarcaban desde el siglo quinto antes de Cristo hasta el siglo XIV.  Algo había oído Aramis que la monja había tenido acceso a mediciones de los indígenas mexicanos.  Aramis se sintió consciente que la Nueva España había albergado civilizaciones de gran antigüedad.

El jesuita sintió otro mareo.  Los diagramas y números le dieron nausea.  Aramis cerró el libraco de golpe y trastabillo y a duras penas logro caerse otra vez en el catre.

Quien sabe que tanto tiempo pasó.  La fiebre había regresado.  Entre las brumas de esta Aramis sintió los pasos que varios hombres en el corredor trataban de disimular sin éxito.  Aramis se sintió presa de pánico.  El cuartucho era una ratonera, imposible de escapar.  El jesuita logro lastimeramente ponerse en pie y empuño su toledana y su pistolón.

--Señor Aramis, hacednos la venia de entregaros y no habrá necesidad de violencia –dijo una voz.

El jesuita no dijo una palabra.

--Señor Aramis, se bien que vos me oís –continuo la voz--.  Hacedme la merced de entregaros.  No podéis escapar.

Aramis no contesto.  Un sudor frio lo había invadido.  Su corazón latía con la violencia de un tambor en una fanfarria de Lully.  El ex mosquetero sabía que su única posibilidad de sobrevivir requería que abriera violentamente la puerta del cuartucho, descargara el pistolón al adversario más cercano, y se hiciera paso entre el resto (¿cuántos serian?) con su toledana.  Pero, así herido como estaba Aramis dudaba.  Además, ya no era el elegante joven que alguna vez había sido mosquetero del rey a las órdenes de Treville.

Así pues, Aramis, vacilo demasiado.  Fue entonces oyó un cerillo prenderse y luego pasos apresurados a lo largo del corredor.

--¡Mon dieu! –exclamo Aramis intuyendo lo que iba a pasar.  Se aventó detrás del catre e intento guarecerse con el mísero colchón.

Fue entonces que exploto un artefacto que voló la puerta.  Segundos después entro Rubio seguido de varios hombres fuertemente armados. 

--¡Aquí está el francés! –indico uno de los sicarios apuntando adonde estaba Aramis desmayado y ennegrecido por la pólvora.

--¿Vive? –pregunto Rubio.

--Parece que sí pero sangra.

--Bien, llevároslo y atendedlo.  Y tened tiento.  Es un hombre peligrosísimo.

Acto seguido Rubio puso sus manos sobre el Caracol.  El libraco estaba intacto.  Rubio lo hojeo someramente y quedo igual embelesado por la belleza de las derivaciones.  Rubio sonrió triunfante y se apresuró a salir de lugar.

La explosión había destruido el segundo piso de la venta.  Se había iniciado un fuego en las ruinas del edificio.  Los huéspedes y el posadero y varios vecinos veían el resultado del lance pero no se atrevían a protestar pues los hombres de Rubio blandían sus toledanas y pistolones en forma amenazadora.

--Tened, hombre –dijo Rubio poniéndole una bolsa pesada en la mano del posadero--.  Si valoráis vuestro pellejo no diréis ni una palabra de esto ni os acordareis del hombre que se asentó en el segundo piso.  ¿Me explico?

--Sí, su señoría –contesto el posadero sopesando la bolsa.

Los hombres de Rubio subieron a Aramis a un carruaje y se fueron en dirección al oriente.  Rubio, por su parte, puso reverencialmente y con cuidado el Caracol dentro de una alforja y monto su alazán y se dirigió hacia la ciudad de México.

Unas horas después, en una calle en las afueras de la ciudad, Rubio se apeó de su alazán junto a un elegante carruaje.

--Su señoría –dijo Rubio al personaje dentro del carruaje.

--¿Lo encontrasteis? –una mano elegante presento un anillo que Rubio beso reverencialmente.

--Tened, su señoría –contesto Rubio presentando el Caracol.

La mano del hombre dentro del carruaje tomo el libro.  Pasaron unos minutos mientras se oia como las el hombre hojeaba el libro.

--Fascinante.  Siempre pensé que ella era un intelecto luminoso.  Lo demostró en su respuesta a mi carta.

--Tenemos al francés todavía.  Está mal herido.  ¿Qué deseáis que hagamos con él?

--Restauradlo a su salud.  Es agente del papa.  Sera el conducto ideal para presentarle nuestras condiciones a su santidad.

--Así se hará, su señoría –contesto Rubio con una reverencia--.  ¿Tiene vuecencia alguna otra orden que darme? 

--Si.  Escuchad, vigilad la situación en la capital.  Esta toda convulsionada por la sublevación.  El maíz apenas ha comenzado a fluir desde Querétaro donde no ha llegado el chahuistle.  Mantenedme al tanto de los acontecimientos.


El personaje dentro del carruaje tomo un bastón con una elegante empuñadura de plata y con este indico al cochero que se pusiera en camino.

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