Cd. de Méjico – Tenochtitlan - 1680
Corría el año de 1680 cuando llegaron a Veracruz el
nuevo virrey, don Tomas de la Cerda y Aragón, y su esposa. Eran los llamados marqueses de la Laguna.
Sería el 30 de noviembre, como a las cuatro de la tarde, cuando sus altezas
harían acto de presencia en la muy real y señorial ciudad de México
Tenochtitlan.
Y entended, estimado lector, que era este marques de
La Laguna uno de los soberanos más poderosos de la tierra.
Sabed, respetable lector que lee estas tristes letras,
que la Nueva España, propiamente el reino de la Nueva España, no era colonia de
España sino un reino independiente. Fue
por decisión del papa Borgia, Alejandro VI, que se le concedió al Rey de
Castilla el derecho a designar al soberano del reino de la Nueva España. Así pues, México (o Méjico) nunca fue colonia
sino siempre fue un reino independiente.
Claro, en la práctica, el virrey lo era a voluntad del
soberano de Castilla. Pero debéis
entender que la voluntad de este soberano de la Nueva España se obedecía desde
los manglares de la Florida, a las calles de Nuevo Orleans, en la remota Santa
Fe, en las iguales remotas tierras de la Alta California, en la capitanía
general de Guatemala y de ahí hasta el impenetrable Darién en Panamá y también
en las lejanas Filipinas cuyo gobernador obedecía a virrey de la Nueva España,
el soberano de Anahuac y heredero del trono de México-Tenochtitlan.
Había que echar la casa por la ventana para recibir al
virrey. Siempre es bueno hacerle la
barba a semejante potentado.
En el arzobispado y en el cabildo de dispusieron
dineros para el recibimiento. Se
organizarían saraos, corridas de toros, procesiones, coros triunfantes, y si,
si era necesario se “acarrearían” indígenas desde los pueblos aledaños a que le
bailaran bonito y le echaran porras “al nuevo patroncito que nos viene a
desplumar”.
--Señores –explico don Carlos de Sigüenza y Góngora,
catedrático de la Real y Pontificia Universidad de México, hablando ante los
oidores del cabildo de la ciudad--, el recibimiento al nuevo soberano debe de
dar prueba de la majestad del gobierno que asumirá y también servirá para tapar
el descontento y hacer que el pueblo olvide las calamidades que lo asolan. Bien se decía que fue por ello que el senado
romano, al ver al Cesar regresar de la Galia, no tuvo empacho en ordenar
espectáculos de gladiadores y luchas de esclavos contra leones y de hacer
grandes procesiones donde se mostraban los tesoros y príncipes galos que el
Cesar había esclavizado. De esa manera
la plebe se apaciguaría y los patricios no sufrirían levantamientos.
--No hay gladiadores aquí –apunto el oidor
Ceballos--. Podemos poner un palo
encebado en la plaza y los indios, ya borrachos, lo pueden intentar subir.
--Don Martin Corcuera capturo en sus viajes por Nuevo
Méjico un animal que llaman búfalo –explico el arzobispo--. Creo que se le podría torear pues parece una
vaca aunque es dos veces más grande.
--¡No maten al búfalo ese! –suplico don Carlos--. Quiero estudiarlo y ver si en verdad es un
bovino.
--Podemos echarle unos indios al coso para que se los
coma el búfalo –continuo el oidor Ceballos.
--¡Lo que he observado es que el búfalo ese no es
carnívoro! –contesto don Carlos.
--Bueno –sugirió otro oidor-- ¿y no podrían traer unos
leopardos desde tierra caliente para que se coman unos indios?
--No creo que haya tiempo para traer leopardos
–explico don Carlos--. Además de que a
la mejor al nuevo virrey no le gustaría ver que se coman a sus nuevos súbditos.
--¿Pero no era así en Roma donde con cualquier
pretexto aventaban a un infeliz a los leones? –pregunto Ceballos--. Ustedes los universitarios siempre están
alabando a los romanos y hablando en latinajos y ahora me sale con que no le
gusta que se derrame tantita sangre de indio.
--Si leemos la Leyenda Aurea –explico el arzobispo--,
los santos mártires agradecían que los aventaran a los leones pues así ganarían
la corona del martirio y podrían hasta echarse un pedo en presencia del
santísimo. En verdad os digo que debe
ser la máxima aspiración de los cristianos el ser cagado por leones. Y si aquí en la Nueva España no los hay estoy
seguro que el virrey entenderá si usamos leopardos o cocodrilos.
--¡Con un carajo caballeros! --dijo don Anselmo Bustos poniéndose de
pie. Tal era el porte marcial del
antiguo soldado de los tercios que los oidores y el arzobispo callaron de
inmediato--. Nos veremos de plano muy
estúpidos con lo que proponen sus señorías.
Ya hay mucho indio levantisco y si empezáis a aventarlos a los leones o
leopardos o cocodrilos la cosa se pondrá color de hormiga.
--¿Entonces qué podemos hacer? –gimió Ceballos--. No queremos quedarle mal al virrey.
--Dejen que don Carlos organice todo –sentencio
Bustos--. Y sepa don Carlos que si nos
avergüenza lo atare a la boca de un cañón y lo disparare.
Don Carlos trago en seco.
--Válgame Dios, no creo que llegara a tanto. Dejen ver que preparo.
--¡Arregle algo que de el gatazo a la bienvenida de
Cesar a Roma! –dijo Ceballos.
--Si, y también que recuerde a Grecia –sugirió el
arzobispo--. Tal vez la entrada de
Alejandro Magno a Babilonia.
--O sea ¿algo muy clásico? --sonrió don Carlos--. Pues no hay más remedio. Tendré que consultar con Sor Juana. Esa se la pasa soñando con Arcadia y dice
prefiere leer a Ovidio que rezar el
rosario y ella suele rezar sus novenas en griego, lengua que tanto domina que
podría dialogar y hacer bolas al mismo Sócrates con sus preguntas.
--¿Sor Juana? ¿Le va a pedir consejo a Sor Juana?
–murmuro el arzobispo mientras se persignaba--.
Ya nos cargó la tristeza.
--¿Y quién diablos es ese Ovidio? --pregunto Ceballos-- ¿O el tal Sócrates? ¿Acaso se meten en el convento de las
jerónimas? No vaya a salir Sor Juana o
alguna de las monjitas con un mal paso, carajos.
--Sus señorías solo tienen que ordenar y mis hombres
arrestaran al tal Ovidio y a su cómplice el tal Sócrates–ofreció Bustos.
--Creo que Sócrates es un andaluz que llego a la Nueva
España hace unos meses –dijo el arzobispo.
--Si, agárrenlos y que los capen antes de darles el
garrote –insistió Ceballos.
--¡O sancta simplicitas! –juro don Carlos--. Señores, os suplico, despreocupaos por el tal
Ovidio o Sócrates. Les aseguro que
ninguno de esos dos fulanos mancillara el honor de las vírgenes vestales que se
albergan en el convento de las Jerónimas.
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