Saturday, July 23, 2016

V. El Jesuita

Ciudad de Méjico – 1740

Después de varios días de penosa travesía, bordeando el gran lago, a través de caminos malísimos llegamos a la capital.  Se me albergo en un monasterio dominico cercano a Santo Domingo.  Para mí esto era una premonición de muerte.  Ahí junto, en la Plaza de Santo Domingo, sabía yo que se alzaba el palacio del santo oficio.  Lo conocía bien.  De joven, cuando actuaba como agente de la Hermandad Blanca lo había vigilado muchas veces.  Recordé las múltiples cuerdas de presos que entraban ahí…y que aparentemente nunca salían.

Sin embargo, mi estadía con los dominicos fue sin novedad.  Se me ordeno que permaneciera en mi celda y un joven indígena, criado del monasterio, solía traerme mis alimentos y preguntaba solicito si necesitaba algo más.  El joven no sabía leer y yo no podía hablar más que balbuceos incoherentes.  Así que nos entendíamos a señas, lo cual era a veces problemático.  Espere entonces que sucediera lo que Dios dictara.  La fragilidad de mis huesos, sabía yo, no me permitiría sobrevivir mucho tiempo en el potro.

Unos días después, cuando pardeaba ya la noche, el mismo capitán de alguaciles que me escolto a la capital se presentó acompañado de sus alabarderos.  Se me cubrió la cara con una máscara y fui llevado entre el chipi chipi de la tarde en dirección al palacio de los virreyes, o por lo menos eso esperaba.  Las calles estaban vacías y se veían lóbregas.  Los pocos transeúntes que nos topaban de inmediato cambiaban de acera o hasta de dirección al ver a nuestro sequito.  No los culpo.

Pasamos junto al palacio del santo oficio.  Ahí parecía que la noche se hacía más oscura y las teas que portaban mis escoltas a duras penas alumbraban nuestro camino.  Me llevan a los calabozos pensé y murmure una plegaria.  Pero, para mi sorpresa pasamos frente a este sin detenernos.  Vide la calle donde me habían contado había muerto el rey don Lorenzo y sus compañeros el día del asalto al santo oficio.  Por supuesto no había ahí ningún monumento alusivo a su memoria.

Trastabillaba yo ya cuando se me hizo entrar a un edificio lóbrego.  Sonaron las campanas de la catedral y supe entonces que estábamos aparentemente muy cerca y detrás de esta.  Mi único ojo, acosado por las cataratas, no me permitía establecer a ciencia cierta donde me encontraba.  En el lugar abundaban los guardias y vide a varios secretarios en covachas transcribiendo oficios a la luz de cetrinas velas.  Que insistieran en trabajar aun después de la puesta del sol me asombro.  Note que todos evadían verme aunque mi cara estaba enmascarada.

El capitán de alguaciles se dirigió a una gran puerta que resguardaban dos soldados formidablemente armados y dio dos toquidos.  Una voz de hombre lo conmino a que entrara.  El capitán hizo una seña y yo entre también rodeado de los alabarderos.

Frente a mí se encontraba un hombre muy moreno, de pocas carnes, vestido a la manera de los jesuitas.  Se encontraba sentado ante un amplio y elegante escritorio tallado de caoba.  Un crucifijo de plata se posaba sobre este.  Varias velas grandes esparcían una luz mortecina en el lugar.  A si alrededor había grandes anaqueles llenos de libros y manuscritos.  Era en verdad una biblioteca magnifica y algo me recordaba a la que había visto en Puebla que fundo el obispo Palafox. 

A sus pies de pronto note con sobresalto una sombra oscura que abrió los ojos.  Estos brillaban como teas.  Oí un gruñido bajo.  Alcance a distinguir que era un gran perro.  Había algo en el animal que hizo que mi cuero cabelludo se erizara.

--Estaos quieta Zenobia –dijo el jesuita y el animal se calló aunque siguió viéndome con esos ojos fosforescentes.

El jesuita indico al capitán de los alguaciles que me sentaran frente él y me desenmascararan.  Acto seguido el capitán y sus hombres se retiraron.

--Zenobia no os gruñía a usted, don Jose –explico el hombre en un tono neutral--.  No les tiene simpatía a los alguaciles, me temo.  Ha mordido a más de uno.

Su voz tenía cierto dejo del medio oriente pero no pude identificar exactamente de dónde exactamente.  Intente agudizar la vista de mi único ojo para observarlo con detalle.  No era español ni indígena, de eso estoy seguro.  Quien lo viera pensaría que más bien era moro o judío por su nariz recia y piel cobriza y cabello ensortijado.  Si, vestía el uniforme de la Compañía de Jesús pero lo hacía con tal elegancia y don de mando que más bien recordaba a un militar de alta graduación.  Como si adivinara mi pensamiento el hombre me sonrió, mostrando una dentadura perfecta.

--Estoy al tanto de que usted no puede hablar bien –explico el hombre--.  Le aseguro que no tendré problema en entenderlo.  Mi nombre es Mendoza.  Y no, no se preocupe, mi intención no es entregarlo a la Inquisición o torturarlo.  Tan solo requiero cierta información.

Hice un esfuerzo y trate de hablar explicándole que poco sabia pero no tendría problema en decirle lo que se.  Me temo que mis balbuceos sonaban incoherentes.

--Bien, ese es buen comienzo, don Jose.  Ahora, entendámonos.  Usted fue traído aquí para hablar con el virrey, don Pedro, ¿correcto?

Asentí con la cabeza.

--Seguro le sorprende hablar con su servidor.  Déjeme explicarle.  Soy lo que llaman un hombre indispensable.  Siempre lo he sido.  Los cesares siempre requieren de nosotros.  ¿Quién cree que gobernaba a Roma cuando Adriano andaba de luto levantándole monumentos a Antinoo?  ¿O quien regulaba las finanzas de Julio II y le permitió tener superávit y contratar a los suizos?  Le podría decir que fui yo y por supuesto que vuecencia no me creería.  Pero acepte que sí, siempre hay necesidad de mi estirpe para que el Cesar gobierne.  Y si mi estirpe no está a la altura y el soberano es poltrón y no está dispuesto a remover a los que mal lo sirven pues su gobierno no prosperara o terminara en un baño de sangre.  Tal lo he visto pasar incontables veces.

El hombre sirvió dos vasos de vino.  Los probó ambos y me extendió uno.  Tome el vaso con mano trémula y bebí.  Era un vino extraordinario, como jamás había probado en mi vida. 

--Qué bueno que le gusta el vino –sonrió Mendoza sentándose otra vez tras su amplio escritorio y levantado su tarro a sus labios--.  Viene de Creta.  Hay un viñedo ahí que existe desde tiempos de Minos.  Lo planto su servidor en una ladera desde donde se puede ver el mar en lontananza.  El viento que viene desde Chipre, la isla de Afrodita, refresca y perfuma el lugar.  Fue la misma reina Pasiphae la que me pidió que lo plantara.  Y tal servicio hice, de lo que me enorgullezco.  Solo siento haber sucumbido a sus ruegos y haberle construido la vaca falsa donde se colocó cuando, poseída de la lujuria, permitió que la fecundizara el toro de Poseidón y así fue como dio a luz al Minotauro.

Sus palabras no significaban nada para mí.  Lo único que me importaba era el vino ese cuyo néctar si parecía ser de leyenda.  Me acabe el tarro y el hombre me acerco la botella y buenamente me indico que me rellenara el vaso.  Tal hice.  Si me iban a ajusticiar valdría la pena morir teniendo este vino en la panza.

Mendoza me  vio fijamente.

--El virrey don Pedro es buen hombre –continuo Mendoza--.  Ciertamente no es un Luis de Velasco pero posee sus méritos.  Es buen militar y leal al rey y razonablemente honrado.  Nadie que gobierne a la Nueva España es una blanca paloma, como usted bien lo sabe.  Así pues, me place servir a don Antonio con todo mi celo.  Esto asegura la tranquilidad del reino.  Por razones que no detallare, a su servidor no le conviene vivir en lo que los orientales llaman “tiempos interesantes”.   Hay poderes que suelen examinar con lupa los menesteres de reinos que están a punto de naufragar y tal atención no me place tener.  En suma, no, usted no hablara con don Antonio.  Hablará solamente conmigo y eso basta.

Murmure mi complacencia en ello.  Luego volví a insistir que era poco lo que yo conocía.  Para mi sorpresa mi voz, por lo general balbuceos ininteligibles como los de un mono era clara.

--Es el vino –sonrió Mendoza--.  Tiene propiedades maravillosas.  Bien, continuemos.  Déjeme decirle lo que se de usted.  Por principio, usted es hijo de don Raúl Topiltzin.  Este era el comandante del último destacamento mexica surto en la biblioteca que existía en lo alto del Monte Tlaloc.  Esta biblioteca almacenaba el Toltecayototl, o sean, 50 siglos de historia y matemáticas y astronomía y literatura de esta tierra mejicana.

Un sudor frio me invadió.

--Es inútil negar lo que afirma su señoría –conteste--.  Y ciertamente nunca negaría a mi padre.

--Eso habla bien de usted, don José.  Su padre lo mando a usted en una misión suicida.  Se supone que usted y un compañero de la Hermandad Blanca iban a sustraer a un arriero que el Inquisidor Montoya había arrestado y tenía en su casona.  

--Fue una decisión desesperada de mi padre, sí.   Pero era una orden y yo estaba dispuesto a cumplirla.  El arriero ese tenía información que pondría en peligro a la Hermandad Blanca y al Toltecayototl.  Y mi juramento, al hacerme caballero águila, era defender al Toltecayototl aun a costa de mi vida.

--Cierto.  Ese compañero lo traiciono y le dio un macanazo en la testa.

--Correcto, su señoría.  Quede tirado en un callejón adonde me arrastro el traidor.  El golpe me causo daño cerebral.  A duras penas sobreviví pero quede minusválido.

--Lo recogieron unos peregrinos que iban a la villa y notaron el arroyo de sangre que usted había derramado.  Ellos lo llevaron a un convento cercano, el de las monjas jerónimas.

--Así fue.  De no haber sido por esa casualidad habría muerto.  En el convento de las jerónimas una monja muy diestra me hizo una trepanación y ayudo a reducir la inflamación de mis sesos.  Luego aplico toda clase de cataplasmas muy efectivas pues era muy diestra en la herbolaria mejicana.

--Si, esa monja era sor Juana.

--Ese era su nombre.  Me salvo la vida al hacerlo.  En el convento me mantuvieron en el cuarto que tenían para el cuidado de los indigentes por varias semanas. 

--¿Le menciono algo sor Juana sobre el Caracol?

--Perdóneme, su señoría, no sé de qué me habla.

Mendoza me miró fijamente.

--Bien, no me está mintiendo.  ¿Sor Juana le menciono la Hermandad Blanca?

Vacile en contestar.  Pero bien sabía que sor Juana ya tenía más de 40 años de muerta.

--Le agradeceré no me niegue información –dijo Mendoza en voz baja.

--Sor Juana conocía la existencia de la Hermandad.  Conocía muy bien al rey don Lorenzo.

--Este había sido su “criado” por muchos años.  Eso no es de extrañar.

--No, sor Juana sabía que don Lorenzo era el heredero al trono de Méjico-Tenochtitlan.  Tal me lo admitió.  Y también sabía que don Lorenzo se hacía pasar por un modesto criado del convento para poder espiar a los españoles.  No tengo por qué ocultarle esto a su señoría.  Si, sor Juana sabía mucho de la existencia de la Hermandad Blanca.  Pero ya está juzgada de Dios.

--Cierto, y la hija de Apolo ya ha de estar en el Olimpo si hay justicia en los cielos.  ¿Qué le paso a usted después?

--Era inevitable que me recuperara.  Sor Juana y las monjas se la pasaban cocinando viandas deliciosas con que me alimentaban.  Nunca en mi vida he comido mejor.  Además, yo estaba joven y bien parecido.  Las novicias se peleaban por bañarme y Sor Juana tuvo que meter orden y encargarles tal tarea a unas monjas ancianas.  Eventualmente me dieron de alta aunque, como usted sabe, había perdido la vista en un ojo y el habla también.  Eventualmente regrese a Texcoco.

--Pero para ese entonces del tetzacualco y la biblioteca en lo alto del Monte Tlaloc ya no habían rastro –apunto Mendoza.

--Ninguno.  Ni los juaninos en Texcoco sabían que había pasado.  Lo que si note es que los que habían quedado ahí eran puros hermanos legos, los más bisoños.  Ninguno era caballero águila. Yo fui el último que quedó varado ahí en Texcoco.  Mi padre y el rey y el Toltecayototl habían desaparecido.  

--Momento.  El rey don Lorenzo murió en el asalto al santo oficio.

--Sí, pero su hijo, el príncipe Guadalupe había sido visto regresar con vida aunque muy mal herido.  Mi padre había asegurado que regresara.  El rumor entre los monjes era que había sido coronado sucesor de don Lorenzo.

El hombre no dijo nada por un minuto.  Creí que tarareaba una melodía en lo que pensé era griego.  La perra a sus pies había erizado sus orejas y lo veía atentamente.

--¿Y ahora, me va su señoría hacer ajusticiar? –me atreví a preguntar.

El hombre sonrió.

--No.  Creo que hay más que usted me puede contar.  No se preocupe.  No lo torturare.  Usted estuvo muy cerca de los eventos.  Los mortales no saben esto pero son capaces de discernir hechos aun si no están en el lugar que ocurren.   Tan solo es necesario que haya personas con su sangre que los atestigüen.

Sentí mis venas helar.  ¿De que hablaba este misterioso personaje?  A continuación el hombre saco un magnifico rubí que colgaba de una cadena de oro.

--Fije su vista en esta joya.  Empiece a contar del 100 hacia abajo.  El sueño lo vencerá.


En efecto, un letargo me invadió.  Sentí los dedos del hombre posarse ligeros, sin mucha presión, sobre mi frente.

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