Puebla de los Ángeles - 1683
A unos metros de donde Sancho había estado preso había
otro lóbrego calabozo donde un hombre rumiaba su suerte.
--Tal vez sería mejor si se me diera muerte. He perdido el Caracol y mi misión esta
incumplida –murmuraba Aramis con frustración--.
Y ahora preso estoy y no sé si será de por vida. Solo hago votos para que Fortuna me sonría y,
si oportunidad se presentara, yo de ella me aprovecharía.
--Señor Aramis –dijo Josef Rubio entrando seguido de
varios siervos con sables y pistolones en la mano--. Hacedme la venia de venid conmigo.
--¿Qué venís a darme, la muerte o un castigo? Vos sois también jesuita y sabéis que por mi
vida no os voy a suplicar.
--¡Vive Dios!
Despreocupaos. Mi patrón tan solo
desea con vos platicar.
Aramis fue llevado muy vigiladito ante el obispo Santa
Cruz. Este hojeaba el Caracol y portaba
una amplia sonrisa.
--¡Ah, Monsieur Aramis! ¿Decidme, de vuestra alimentación tenéis
queja? ¿Os habéis de vuestras heridas
recuperado? –inquirió el obispo afablemente
mientras extendía su anillo para que Aramis lo besara.
Como un jesuita bien disciplinado, Aramis beso el
anillo proferido.
--De vuestra culinaria no tengo queja. Y esto en mi salud se refleja. Sin embargo, mi situación me es
perpleja. Os pido escuchéis mi humilde
conseja. Vos tenéis el libro que a los
herejes había arrebatado. Dejadme llevar
ese libro a Europa que así el mismo papa
lo ha ordenado.
--¿El impacto que este libro tendría lo comprendéis? --pregunto Josef Rubio.
--Si, por supuesto –contesto Aramis con exasperación--. ¿Acaso chantajear a Roma con este libro
pretendéis?
El obispo sonrió pero sus ojos no lo hacían.
--Vamos, señor Aramis, esa palabra, chantaje, es muy
fea.
--Cualquiera pensaría que eso es lo que su señoría
desea.
--No tienen las cosas que llegar a ese punto –dijo
quedamente el obispo.
--Su señoría, me temo que así pinta el asunto
–respondió Aramis--. No entiendo, sin
embargo, cuales son vuestros motivos.
--Vos no tenéis la jerarquía para os tenga que
detallar mis objetivos –contesto con frialdad el obispo.
--Cierto, su señoría, su servidor solo es un
instrumento del vaticano. Mándeme usía y
obedeceré, siempre y cuando no sea en contra de mi soberano –dijo Aramis
haciendo una caravana.
--Más bien gran servicio le haréis a vuestro soberano
llevándole este sobre lacrado.
--Me imagino que hasta Roma bajo guardia seré llevado.
--En efecto, por Rubio y varios hombres armados seréis
escoltado.
--Es mi misión obtener respuesta del papa y espero que
por mi condición de heraldo seré respetado –dijo Rubio haciendo una caravana.
--El sobre detalla mis propuestas y espero que el papa
me permita ser escuchado.
--Otros han creído que el trono de San Pedro puede ser
humillado –contesto Aramis.
El obispo hizo un ademan con desdén y Aramis de su
presencia fue retirado. Al salir de la
oficina había un amplio balcón que llevaba adonde el francés seria
encarcelado. Fue entonces que Fortuna
hizo presencia. Pues por el corredor
venia una gruesa comitiva que con el obispo solicitaba audiencia. Eran estos personas que sabrá Dios por qué
motivos por la iglesia había sido agraviados.
Las cosas empeoraron cuando, con tal de abrirse paso, por los guardias
de Aramis fueron empujados. Se armó un
San Quintín y ágilmente Aramis de una toledana se hizo. Repartiendo sablazos Aramis huyo a través de
un pasadizo.
Horas después Aramis montaba un alazán que había robado.
--Cumpliré mi misión –juro el jesuita--. Iré a la Ciudad de Méjico, al convento jerónimo,
donde esa amenaza a Roma se ha incubado.
Cierto, cometeré una brutalidad, Que
el obispo mis pecados dispense a cambio de llevar el sobre a su santidad. ¡Bah! Al diablo
el obispo y lo que desee. Una vez que la
monja este muerta, le quitare el Caracol que ahora posee.
Mientras tanto, el obispo, colérico, a Rubio
confrontaba.
--¡Este contratiempo no me lo esperaba!
--Tenga la seguridad, su señoría que puedo volver a
Aramis encontrar.
--Mas os vale, Rubio, sabed que por herejías os podría
encarcelar.
--Su señoría, le ruego que no se deje por habladurías influir.
--No son tales.
Vuestra mujer, la bruja, un pacto con el diablo se le puede atribuir. Así pues, traedme a Aramis y sabed que si fracasáis
sería inútil que intentéis vos y ella huir.
Rubio hizo una reverencia y salió con trémulo de la
audiencia. Otra vez, pensó, los dioses, para
darle el paradero de Aramis, le exigirán sacrificio. Y el hacerse sangrar el pene con espinas de
nopal era un horrible suplicio.
--¡Ah sí vosotros los hombres sois muy estultos! –se rio
Citlaltzin cuando Rubio le dio la noticia--. Obvio es que Aramis ha de tener motivos
ocultos. Iba ya a Roma en camino. ¿Por qué cambiar ese destino?
--Vamos, mujer, vos podéis hacer que los dioses nos
iluminen.
--Los dioses harán lo que ellos determinen. Pensad, Rubio, ¿que era el motivo principal
del jesuita?
--Hacerse del Caracol y derramar sangre si se amerita.
--¡O sancta simplicitas! –Exclamo Citlaltzin--. Mientras exista la biblioteca en el Tlaloc y
una mente que la interprete mil caracoles se pueden escribir.
--El obispo me encargo que convenciera a Aguiar que la
biblioteca se debe destruir.
--¿Y tan seguro estáis que la destrucción de la
biblioteca se pueda conseguir? Acaso la podréis
disminuir pero la verdad siempre va a afluir. Más efectivo seria si la mente en cuestión pudiera
sucumbir. Tomaría siglos para que tal
intelecto se vuelva a parir. ¿Entendéis
lo que os quiero decir?
--Santo cielos, Sor Juana es la clave de este enredo.
--Si, Josef, y Aramis buscara atravesarla con acero de
Toledo.
--En tal caso buscare a Aramis por el rumbo del
convento.
--Acordaos que
Aramis hizo de absoluta obediencia al papa juramento. Todo apunta a que su misión es convertir a
Sor Juana en difunta. Y, sabed, por
estas revelaciones no tuvisteis que enterraros en el pene espinas.
--Mujer, ojala sea cierto lo que adivinas.
--Ah pero entended que mi sangre exige que el
Toltecayotl se defienda, aun a costa de la vida y hacienda.
--El obispo con los caciques va a influir. Estos al virrey se rehusaran ayudar. Mientras yo la Hermandad Blanca hare contactar. Del peligro que hay les voy a advertir.
--Para asegurar el éxito tenéis que hacer a los dioses
libación –dijo Citlaltzin mientras acariciaba la cara de Josef.
--¿De vino? Derrmare
cualquier cosa con tal de asegurar su bendición.
--No Josef. Yo
soy de los dioses el altar. Y es ahí donde
vuestra semilla deberéis depositar.
Acto seguido los dos amantes se besaron y cual una
sola alma sus cuerpos se entrelazaron.
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