Wednesday, June 29, 2016

XXVII. El Pene del Rey

Versalles, 1683

Pronto amanecería y Luis XIV estaba despierto y de un humor de los diablos.  Junto a Luis estaba durmiendo una vicomtesse cuyo nombre Luis no recordaba.  Luis toco una campanilla y el ayuda de cámara se presentó, un marques de algún lugar.

--¿Ya mero amanecerá?

--Falta una hora, alteza. 

--Diantres, ¿no podéis apresurar al sol?

--Permítame su alteza dar la orden que así sea.

--¡Callaos idiota!  Hay cosas que ni yo puedo lograr.

--¿Se siente bien majestad?

Luis se levantó y se sentó desnudo en su cama.

--Luego.  Llevaos a madame aquí primero por favor –ordeno Luis sobándole las nalgas a la mujer la cual hizo sonidos de contento.

El ayuda de cámara despertó a la mujer, la cual era en verdad hermosa.  El ayuda de cámara le conminó a señas a que no dijera una palabra y la llevo, así desnuda, hacia una puerta falsa.

--Madame ya se fue alteza.  ¿Desea que llame a Monsieur Fagon?

Luis estaba de pie ante un espejo contemplándose.

--Si.  Llamad a Fagon.  Ah, y dispensad con el ritual matutino.  No estoy de humor.

Monsieur Guy-Crescent Fagon, el medico del rey se presentó tiempo después. 

--¿Cuál es el problema, alteza?

--Anoche estuve con una mujer hermosa a mi lado.

--Ah, magnifique.

--Pero no la satisfice.

--¿Y cuál fue la causa, alteza?

--No se me paro, Fagon –dijo con enojo el rey apuntando a su pene fláccido.

--¿Me permite su alteza? –pregunto Fagon.

--Oui.

El medico saco una lupa y examino el miembro en cuestión.  Era de aspecto y proporciones normales.  Tomo el pene y delicadamente removió la costra de cebo acumulada (el rey no acostumbraba el baño).

--Alteza, ¿vos tenéis 44 años? –dijo Fagon al terminar el examen.

--No.  Tengo 45.

--¿Es la primera vez que el miembro no os funciona?

--Solo ocurrió una vez antes, durante la Fronda.  Y era yo tan solo un jovencito entonces.

--Ah, entonces es algo depresivo, alteza.  A los 45 años sois demasiado joven para sufrir estos síntomas.  Vos comprenderéis, las preocupaciones del reino influyen en el cuerpo.  Decidme, alteza, que cenasteis anoche?

--Lo de siempre…pechuga de cisne a la Chantilly.  Un filete de rinoceronte que me hizo mandar el rey de Berbería en conserva de sal.  Y si sospecháis de algo, hice que mis probadores lo comieran antes.  Todo acompañado de un merlot.

--Posiblemente el filete de rinoceronte le afecto pues traía mucha sal de la conserva.  Pero, alteza, insisto, esto es cosa de vuestro ánimo.  ¿Habéis dormido bien?

--Creo que sí.

--Conforme uno envejece va dándose cuenta que no es el hombre que se era aún un día antes.  Eso os ha de estar afectando el ánimo.

--¿Intimáis que soy un anciano decrepito?

--¡Vive Dios que no alteza!

--¿Y entonces como me curo?

--Necesitáis sentiros un vencedor como siempre lo habéis sido toda vuestra vida.  Sugiero os vayas de cacería.  Sentiréis la satisfacción de imponeros sobre una bestia.

--Me voy de cacería cada tercer día.

--Bien, olvidad eso, ¿y que de las artes?

--Solía bailar ballet pero ya perdí mi destreza.  ¡Carajos, Fagon, tengo que volver a sentirme como rey, como un león!

--Oui, alteza.  Dígame, su señoría, ¿Qué hacen los reyes?

--¿Os burláis de mí?

--De ninguna manera alteza.  Por favor, hágame la venia de contestar.

Luis medito un momento.

--Pues gobernamos, hacemos el amor, gastamos a raudales, mandamos a encarcelar a los que nos faltan al respeto…

Las manos de Fagon temblaron.

--También hacemos la guerra.

--Una guerra, si, seguro que os levantaría el ánimo.

--¡Diantres!  ¡No seáis imbécil!  ¿Sabéis lo que cuestan las guerras?  Solo asistiré a una si el de España o el de Inglaterra la costean e invitan a Francia.  Ahorita no puedo costear una.  El erario apenas se está recuperando de la última guerra que tuve.  

--Alteza, en tal caso, lo único que os puedo recetar es reposo absoluto.  Y no comáis más filete de rinoceronte.

--¡Idos, no me servís para nada!

Luis se quedó rumiando solo por unos momentos.  Luego volvió a tocar la campanilla y el gentilhombre encargado de servirlo durante el dia se presentó.

--Dígame alteza.

--Vestidme con ropa de ocio y luego haced llamad al sabio von Tschirnhaus.

Walter von Tschirnhaus, el matemático real, se presentó intrigado.  Rara vez era llamado en la mañana a la real presencia.

--Dígame, von Tschirnhaus, ¿que fue del correo que mandasteis a la Nueva España?  ¿Ha vuelto?  Me encantaría humillar al papa.

--Alteza, lo único que supe fue que partió de Sevilla a la Nueva España hace casi un año.  No he vuelto a saber de él.

--Eso es grave.

--De que se hizo el anuncio del Gioco sabemos que el papa reacciono y mando a su mejor agente, un tal Aramis, tras de él.

--¿Aramis?  Creo conocer a ese fulano.  Es letal con la espada.  Estuvo a mi servicio un tiempo.

--Eso se reputa.

--¿No tenéis manera de obtener información en la Nueva España? –pregunto Luis viendo un globo terráqueo.

--Desgraciadamente no, alteza.

--¡Válgame Dios! –exclamo Luis asombrado--.  ¡Esta Nueva España abarcaría a varias Francias!  ¿Qué sabéis de ella?

--Casi nada, alteza.  Pero se dé un fulano, recién llegado de Austria, que ahora da catedra en la Sorbona que se supone es un experto.

--¿Quién es?

--Le llaman el abbe Quintilius Maria Schwindler. 

--Hacédmelo traer.

El abbe Schwindler era anteriormente un tahúr que había hecho demasiados enemigos en Austria debido a sus torpes trampas.  Tuvo entonces que salir de ahí a toda prisa y, llegando a Francia, decidió que dedicaría a la academia (que también era una forma de seguir desplumando a ilusos)  y produjo las cartas credenciales y recomendaciones necesarias todo de su propia mano.  Estas habían sido lo suficientemente factibles como para que ahora diera catedra en la Sorbona.  Así pues, el ser llamado a palacio puso a Schwindler sumamente nervioso.  ¿Acaso lo habían descubierto?

Fue asi que con gran ansiedad y tembloroso que al dia siguiente von Tschirnhaus se lo presento al rey.

--Alteza, hete aquí al abbe Schwindler.

El abbe hizo una reverencia y quedo cabizbajo y sumiso ante el rey.  En su mano sostenía un rosario.  Luis lo vio con gesto huraño.  Por segunda noche consecutiva había tenido problemas al hacer el amor.  Inevitablemente los rumores ya corrian en la corte de que al rey “no se le paraba” y que buscaba un remedio.  

Cuando se supo que Schwindler había sido llamado a ver al rey de inmediato corrió la versión de que el abbe era “un médico austriaco extraordinario que había curado al sultán de un mal similar lo cual era muy grave en su caso pues el fulano tiene un harem con mil mujeres fogosas”.

--¿Qué sabéis de la Nueva España? –le pregunto Luis.

El abbe trato de recordar lo que en Austria se sabía de común.  Después de todo la Nueva España había sido conquistada en nombre de un Habsburgo, Carlos V.

--Es de gran extensión, alteza.  Lo habitan miles de indios que son excelentes artesanos.  Sin embargo, son tan cobardes que tan solo se necesitó 300 españoles para conquistarlos.

--¿Es rico el lugar?
--Riquísimo, alteza.  Todos los años atraca en Sevilla una flota española cargada con cientos de toneladas de plata y de oro extraído en la Nueva España.

--¿Y decís que los habitantes son unos cobardes?

--Por lo general si, alteza.  Y son muy devotos de la fe católica y obedecen sin chistar lo que les digan los curas.

--Bien.  Idos –dijo Luis con desdén.

El abbe se apresuró a salir y se sintió agradecido que Luis no lo había mandado meter a la Bastilla.  Es más, pensó, ahora la Sorbona debe darme mayor sueldo.  ¡Después de todo, soy ahora un consejero del rey!  Diablos, ¡y todo por decirle lo que cualquier carretero en Austria sabría! 

El abbe pronto empezó a recibir múltiples visitas de gentilhombres que deseaban que los curara de ciertos problemas con su pene.  Al principio el abbe los mando al diablo pero luego intuyo lo que pasaba y decidió empezar una muy lucrativa carrera de médico especializado en curar casos de problemas sexuales en los hombres.

En los días siguientes Luis hizo que von Tschirnhaus juntara cuanto estuviera disponible sobre la Nueva España.  Los problemas de erección del rey, sin embargo, parecieron aliviarse una noche en que compartió su lecho con una españolita, muy morena, dama de compañía de su esposa.  (Esta última era una infanta de España, hija de Felipe IV.)  

Al día siguiente Luis estaba muy contento y lleno de ánimo.  Sus mañanas se las pasaba con von Tschirnhaus discutiendo con este sobre la Nueva España.

--¿Así que la ciudad se asienta en medio de un lago?

--Tal nos indican las crónicas, alteza.  Es algo así como una Venecia de Indias.

--En tal caso imaginaos, von Tschirnhaus, las posibilidades para el comercio si se conectara ese lago con canales al golfo que está a su oriente y al océano que está a su occidente.

--Seria obra digna de romanos, alteza.

--De franceses, von Tschirnhaus, de franceses.  Vos no lo entendéis por ser teutón pero nosotros los franceses somos los herederos de Roma.

Von Tschirnhaus hizo una humilde caravana.

--Y, decidme, von Tschirnhaus, ¿que de las mujeres ahí?

--Se reputa que son muy fogosas pues sus labios son de fuego pues se alimentan con lo que llaman chile.  Una sustancia muy fuerte al paladar europeo.

--Ah. ¿Pero son bellas?

--La crónica indica, alteza, que el capitán español, un tal Cortes, se enamoró locamente de una de ellas. Era una mujer muy bella.

--¿Era morena?

--Si, pues casi todos los habitantes de ahí lo son, alteza, aunque no son tan oscuros como los africanos.  Podría decirse que son más morenos que los españoles.

--¿Y solo 300 españoles conquistaron toda esa tierra?

--Es lo que dicen las crónicas, alteza.

--¡Mon Dieu!  ¡Si 300 españoles se necesitaron entonces 100 franceses bastarían!

--Pues sí, alteza –dijo von Tschirnhaus con desconcierto.

--¡Y el único costo sería el de pertrechos y transporte para esos cien franceses!  ¡Sería una guerra en extremo barata! 

Luis sintió su miembro empezar a dar signos de vida.

--¡Dejadme solo von Tschirnhaus!  ¡Y decidle al gentilhombre del día que me haga traer a la españolita!  El sabrá de quien hablo!

D’Artagnan, acompañado de Atos, hacia las rondas del palacio e inspeccionaba a los mosqueteros que hacían guardia en la antesala del rey.  Fue entonces que vieron a la “españolita” ser escoltada e introducida a la alcoba del rey.

Atos hizo una señal obscena indicando que Luis iba a follar.

--Parece que si se le para ya al rey –observo D’Artagnan.

--Esa muchacha es guapísima.  Le eche una flor una vez pero a cambio me dio una cachetada.  Pero bien valió la pena recibirla.  Es tan hermosa que haría que hasta un muerto se pusiera amoroso.

--Eso es malo, mi querido Atos.

--¿La cachetada?  Pues sí.  La niña, aunque se ve menudita, tiene la mano pesada.

--No, el que al rey se le pare otra vez.

--No os entiendo, D’Artagnan.

--Los reyes, he aprendido, son más peligrosos cuando están amorosos.


Tuesday, June 28, 2016

XXVIII. El Tesoro de Cuauhtémoc

Donde los piratas del señor Ventimiglia se unen con entusiasmo a la causa del heredero del rey coyote pues se aplica la máxima de San Agustín de Hipo Regio “per aurea canis oscila” o, en cristiano, “con dinero baila el perro”

Tremendo fue el entusiasmo que se desato entre los piratas al saber que los del tetzacualco habían ofrecido el Tesoro de Cuauhtémoc a cambio de sus servicios como mercenarios.

--Se reputa que este tesoro se albergaba en un amplio palacio y tal era el peso del oro que amenazaba con hundir la ínsula donde se alzaba la ciudad –exclamo Wan Stiller.

--Y este palacio estaba cubierto con diamantes que deslumbraban a los que lo veían –afirmo Grimaud—de ahí que la mitad de los habitantes de la gran Tenustitlan estaban casi ciegos, lo cual comprometió la defensa.

--¿Y que de las indias desnudas que le hacían piojito a ese fulano Cuauhtémoc? –pregunto Sancho.

--Eran miles, todas una diosas, cual estatuas de cobre bruñido –confirmo Wan Stiller.

--¡Si!  Tantas eran que el tal Cuauhtémoc tenía toda una ciudad, separada, donde albergaban esas mujeres, retozando desnudas en el sol y embarrados toda clase de aceites para hacer su piel más suave al tacto del rey –continúo Grimaud.

--¡Bah! Mujeres sobraran si regresamos cagando oro –concluyo Wan Stiller.

--¿Cagando? –pregunto extrañado Carmaux.

--¡Cargando y cagando oro, mi estimado Wan Stiller! –se rio Wan Stiller.

Todos los hombres estaban sudorosos y, sobretodo Sancho, ya habían vaciado varias botellas del mezcal que abundaba en el tetzacualco y sus ojos brillaban de codicia y de lujuria.  Moko, que bebía en silencio los contemplaba impávidos.  Entro entonces al recinto donde se albergaban los piratas el ex inquisidor Montoya, vestido con sus ropas de dominico llevándoles un cesto con tamales y más botellas de mezcal.

--Despistados estáis, caballeros –afirmo Montoya--.  El tal Cuauhtémoc, cuando cayó prisionero, no le quedaba ni un triste cuchillo para que Cortes lo ajusticiara.  Y por lo que toca a mujeres, don Hernán le arrebato a sus hijas y las esposo el mismo o las repartió entre sus hombres.

--¿Qué hace vuestra señoría aquí entre estos indios herejes? –pregunto Moko con suspicacia.

--Me nombran Antonio de Montoya y alguna vez encabece el santo oficio en estas tierras.   Pero caí prisionero de estos indígenas.  Mas hoy ya me he ganado su confianza y ellos me han aceptado a tal grado que ya me siento parte de ellos.  No tengo deseo de bajar de esta montaña.  Tesoros se albergan, si, aquí entre las nubes.  Pero son los que enriquecen el intelecto de los hombres dados a las letras.

--¿Estáis diciendo que nuestro Señor de Ventimiglia nos mintió?  --pregunto Sancho-- El hizo un pacto con el rey de estos indígenas.

--¡Es la palabra de un rey la que fue dada! –protesto Grimaud.

--Los reyes hacen lo necesario para prolongar su reinado –explico Montoya--.  Hasta tienen un nombre para esa práctica, “raison de etat”.  Y los reyes siempre actuaran como lo que son.  Es en su naturaleza hacerlo y su vida depende de ello, según lo razono el sabio italiano don Nicolo.

--¡Hablad claro, cura del demonio! –se sulfuro Moko, que era seguidor del profeta y no tenía ningún respeto hacia los prelados.

Montoya lo observo de cabo a rabo.

--Sois formidable y haz de ser el que llaman el Sr. Moko, ¿verdad?

--Así me nombro, pero, insisto, aclarad si hay certidumbre en lo que promete el rey de los indígenas o no respondo de nuestros actos.

--Escuchad, o hijo que sois del Kush, el cual contaba Heródoto invadió Egipto y hasta pario faraones ahí –explico Montoya--.  Si hay tal tesoro.  ¿Por qué no habría de haberlo?  ¿No habéis visto el verdor y generosidad de esta tierra?  ¿Decidme, en que otro lugar podría el hombre alimentarse sin industria y laborando de sol a sol?

Los piratas no dijeron palabra.  Pero Sancho presento una sugerencia.

--Solo en el paraíso podía nuestro padre Adán llenar el estómago mientras se rascaba las verijas.

--En efecto, caballero.  ¿Cuál es vuestro nombre?

--Sancho, su señoría, cristiano viejo, aunque no soy gentilhombre.

--Sr. Sancho, ¿intuís quiénes son estos que llamáis mexicanos?

--Carajos, ¿y que del tesoro? –insistió Moko.

--¿Y de las mujeres? –pregunto Grimaud.

--Paciencia, señores.  Ya os asegure que si hay tal tesoro.  E igual existen las mujeres.  Os doy mi palabra de dominico que esto es verdad.  Continuad, Sr. Sancho, creo que vos tenéis la respuesta.

--Por lo furibundos y por lo paganos que eran estos indígenas y por lo cobrizo de su piel, –dijo Sancho—intuyo que eran seguidores del grande emperador Alifanfarón, señor de la isla Trapobana.  Una vez un caballero que servía me explico la naturaleza de ese rey grande y sanguinario.

Montoya sonrió y su rostro se prendió al reconocer el nombre y lugar citado, mismos que había leído en cierto libro escrito en un lugar del cual no quiero acordarme.  Montoya, que no necesitaba mucha cuerda, decidió alimentar la imaginación de Sancho.

--Tal es cierto.  Y eran fieros enemigos del muy cristiano rey de los garamantas y aliado de Preste Juan, el llamado Pentapolen del Arremangado Brazo, pues lo desnudaba al entrar en batalla para retar a sus enemigos a cercenárselo.  Verán señores, una legión de trapobanos al servicio del sanguinario Alifanfarón guardaba su palacio real, el llamado Xanadu, al cual baña sus cimientos el rio Estigio allá en las perdidas llanuras del Asia central.  Al enterarse su señor, el gran emperador Alifanfarón, de la localización del paraíso en estas mismas tierras que pisamos, hizo construir una gran flota y mando a esa legión, su favorita, a conquistarla.  Para hacerla cruzaron el gran océano y la encontraron vacía de toda humanidad.  Inhabilitados para regresar debido a una fiera tormenta que hundió su flota, la legión de fiero guerreros veía aproximarse su muerte y la extinción de su estirpe pues estos caballeros traían consigo tan solo a sus escuderos y siervos y de mujer, ninguna.  Pero el vicio griego ni el onanismo  satisfacían a todos y buscaron y buscaron ávidamente la planta de una mujer.  Más, en algún lugar cercano, tal vez en esta mesma cima, encontraron la magnífica tumba de nuestros padres Adán y Eva.  Abrieron entonces la tumba.  Y de estos dos solo quedaba una magnifica costilla, la cual brillaba cual marfil, y era el único remanente de nuestro padre Adán.  Y tan milagrosa era esta reliquia que, al sahumarla y hacerle sacrificios de sangre, esta empezó a parir doce hermosas mujeres diariamente, todas iguales a nuestra madre Eva.  Razón por lo que pronto hubo suficientes consortes para cada hombre de la expedición, y pronto hasta sobraban al punto que tuvieron que bañar la reliquia en azufre y vinagre para que dejara de producir mujeres.  Y de ahí, de esa unión, surgió esta raza mexicana, a la vez fiera y media bruta por la sangre de los legionarios de Alifanfarón y generosa y sabía por la sangre de esas mujeres.

--Pero, con un demonio, ¿Qué del maldito tesoro?  --insistió Moko.

--¿Y de las mujeres –insistió Sancho--?  Me han contado que eran miles y que le hacían piojito no sé si al tal Cuauhtémoc, que su señoría dice no tenía ni un triste cuchillo, o al fulano ese Moctezuma que se cagaba en bacines de oro y dormía bajo puras gordas en invierno para no sufrir fríos.

--Pues los trapobanos no podían evitar notar como los arroyos del paraíso al que llegaron brillaban con joyas, oro, y plata.  Y de inmediato se avocaron a juntar estos, tanto por la insistencia de sus mujeres que por su codicia les tronaban los dedos a esos fieros caballeros y para hacer un guardado para llevar algún día a su rey cual tributo.  Así trabajaron la tierra por generaciones y acumularon grandes riquezas.  Y gran honor había entre los trapobanos el ostentar el título de “mandilón” pues así sofocaban con riquezas plutónicas las exigencias de sus mujeres.  Pero, la mayor parte de estos tesoros acababan a la disposición de su tlatoani, el cual era virrey de los descendientes de Alifanfarón, el cual era al único que reconocían como soberano.  Y este virrey gobernaba sobre esta tierra en forma absoluta y sus esbirros guardaban celosos su hacienda asegurándose que se pagara la mayor parte de las riquezas extraídas a la tesorería del rey.  Imaginaos las toneladas de joyas y oro y plata que extrajeron los antiguos trapobanos, hoy llamados mexicanos, a tal punto que esto minerales eran eventualmente tenidos por de no mucho valor entre el vulgo, el cual prefería mercadear con semillas de cacao y plumas de quetzal.  De tal manera fue que gustosamente daban esas riquezas a cambio de los tristes vidrios de colores que les daban los españoles.  En efecto, a ojos europeos, ese potosí de joyas, oro, y plata, no es desdeñable.  Si, señores, venid conmigo y os mostrare donde está.

--¡Yo quiero saber de las indias que se me prometieron! –insistió Sancho.

--Entre las reliquias del tesoro esta la costilla de nuestro padre Adán –explico Montoya mientras llevaba a los piratas a una terraza.

--¿Y cómo hago que esta reliquia para mujeres hermosas? –insistió Sancho.

--Ah, me han dicho que lo bañáis con algo de pulque y mezcal y pronto os parirá indias ya adultas y bellísimas.  Y esto es porque nuestro padre Adán resulto ser muy borracho en vida, de ahí que sus huesos todavía adoran a Baco, y ese dios borrachín, no la serpiente, fue el verdadero causante del pecado original. 

--¿En verdad? –pregunto con asombro Baco.

--¡Diantres!  ¿No veis que no soy jesuita sino dominico?  Es por ello que os hablo con sinceridad y sin sofismas que solo confunden a las mentes débiles cual hacen esos cabrones.  ¡Loyola seguro se pudre en el infierno por crear esa estirpe maldita!  Pero, acerca de las mujeres que os parirá la costilla divina, sabed que ellas de inmediato os exigirán oro y plata y joyas pues por naturaleza son codiciosas.

--¡Rascare la tierra hasta quedarme sin uñas si es necesario! –exclamo con entusiasmo Sancho.

En una amplia terraza Montoya les mostro la cima del Tlaloc.  El panorama era desolador.  En algunos lados se veía que manchas de nieve coronaban las efusiones de magma congelada y rocas titánicas de la cima.  Un viento muy frio soplaba.

--Señores piratas, al oriente hay un camino que llega a esta cima.  Por ella pueden llegar aquí carretas.  Este camino está muy bien disfrazado por la labor y arte de siglos.  Es a través de él que grupos de indígenas al servicio de los juninos están evacuando grandes cestas con los pergaminos y papeles de amate donde se encuentra el toltecayototl, el verdadero tesoro de los mexicanos.

--No se ve nada –afirmo Sancho.

--¡Diablos!  ¿Y el oro? –demando Moko.

--No veis el camino por estar muy bien disimulado.  Ah, y sabed que en un punto, bajo esa roca jorobada que veis ahí, hay un pozo, de buena profundidad, confundido también.  Solo el que conoce el camino lo encontrara.  Mas este pozo tiene labrado en la piedra viva unos escalones, lo que permite bajar a su profundidad.  Llegando al fondo encontrareis caverna tras caverna que la magma ardiente excavo.  Ahí se encuentra, en grandes pilas de oro, plata, y joyas preciosas, el tesoro de Cuauhtémoc, rey de los mexicanos que no tenía un triste cuchillo.  Y técnicamente, sabed, pertenece a los descendientes de Alifanfarón.

--¡Vale!  ¡Llevadnos ahí! –exclamaron los piratas.

--Señores, os adelantáis, --dijo don Raúl haciendo acto de presencia--.  Os habéis comprometido en servir a mi soberano antes.

--Además --explico Montoya--, de que existen numerosas trampas en todo el pozo y esas cavernas.  El caer en cualquiera de ellas resultara en un muerte lenta y horrenda y esa porción de la montaña se vendría abajo.  Agua si tendréis pero me temo que el oro no se come.

--Bien, serviremos a vuestro rey –acepto Moko--.  Pero antes quiero que uno de nosotros entre en ese recinto y recoja algo del oro que ahí se guarda.

--¿Desconfiáis de la palabra de nuestro rey? –pregunto don Raúl mientras ponía su mano en su macana.

--Prefiero ser como santo Tomas –contesto Moko.

Unas horas después regreso Sancho llevando a cuestas un costal lleno de oro y plata y joyas.

--Lo que dicen es real –explico Sancho mientras repartía las riquezas que había traído--.   Las cavernas son incontables y todas rebosan de oro, plata, y piedras preciosas.  Me dicen que les tomo siglos acumular toda esa riqueza.  Entre todos nosotros no podríamos vaciar ni una.  Pero no os atreváis a entrar solos.  El capitán don Raúl me indico donde pisar.  Un error y quedaríamos enterrados vivos ahí.

--¿Visteis acaso la costilla de Adán? –pregunto Grimaud.

--No la vide –admitió Sancho--, y me indico don Raúl que está en la caverna más profunda y que tomaría días llegar a ella.

--Así es, --les confirmo Montoya--.  Y nadie recuerda ya como evitar las trampas que la protegen.

--Yo no me atrevería –confirmo don Raúl.

--¡Al diablo la bendita costilla! –Contesto Wan Stiller--.  ¡Os repito que si cagais y cargáis oro las indias aquí os aventaran el huipil!

--Capitán Topiltzin –dijo Moko--, decidle a vuestro rey que estamos en toda disposición de servirle. 

--Bien, capitán Moko, --contesto don Raúl-- yo doy mi palabra que os guiaremos a vos y vuestros hombres a salvo dentro y fuera de la caverna y podréis llevar cuanto puedas levantar de oro al terminar vuestro servicio.