Wednesday, July 13, 2016

XV. La Trepanación

Ciudad de México – Tenochtitlan, año de 1683

--Llevadlo a la sala de curaciones –ordeno Sor Juana a los hombres que habían traído a don Anselmo Bustos.

Bustos fue puesto sobre una cama y Sor Juana ordeno que le quitaran las ropas que traía pues estas estaban sucias con el detritus de la batalla, sangre, sesos, y vomito.  Luego Sor Juana empezó a revisar al viejo soldado de los tercios indicándole a una novicia donde aplicar esponja y agua para limpiar al hombre.   Varias cicatrices cruzaban su cuerpo, las reliquias de una vida pasada en Flandes sirviendo al rey de Castilla.  Bustos era un cincuentón, tal su barba canosa denotaba, pero todavía estaba recio y firme de carnes.  El comandante del tercio de la Nueva España, había recibido un macanazo cuyo impacto su yelmo a duras penas había atenuado.  El hombre estaba casi exánime y sangraba profundamente del cráneo.

--¿Podéis oírme? –pregunto Sor Juana notando la sangre que salía de los oídos de Bustos.

Bustos abrió sus ojos y murmuro un “si” en voz atenuada.  Sor Juana aprovecho para examinar sus ojos y noto las pupilas.

--¿Ha vomitado? –pregunto Sor Juana al capitán que había traído a Bustos.

--Si, varias veces.

Sor Juana sacudió su cabeza.  Luego se dirigió directamente a Bustos.

--Don Anselmo –dijo Sor Juana--,  los hematomas y traumas que recibió han causado inflamación de vuestro cerebro, tal deduzco por el sangrado y la evidencia de vuestros ojos. 

--¿Voy a morir? –pregunto Bustos.

--No si hago una trepanación y esta es exitosa –explico Sor Juana.

--¿No quedare idiota?

--Tal es posible, sí.  Tendré que revisaros cerca de donde recibisteis el impacto.  Si hay esquirlas o fragmentos de hueso tendré que quitarlas.   Y toda sangre que se haya acumulado debe de ser removida.

--Haced tal, pero antes llamad a un sacerdote.  ¡No quiero morir sin haber confesado antes!

--Ya se le llamo.  Es el confesor del convento.

Sor Juana noto el frasco que Bustos sostenía en su mano.

--¿Qué es esto?

--Me lo dio un jesuita.  Me ha ayudado.  ¿Puedo seguir usándolo?

Sor Juana abrió el frasco y lo olio.

--Ah, sí, contiene alcanfor.  Ayuda a abrir los vasos sanguíneos pero causara más sangrado.  Fue bueno que os lo dieran pues ayudaría a combatir la náusea pero ya no podéis seguir usándolo.  Ya habéis perdido mucha sangre –dijo sor Juana guardando el frasco entre sus ropas--.  Si sangráis mas os debilitareis en demasía.

El confesor se presentó.  Se trataba del padre Núñez de Miranda, dominico, y famoso por su misoginia.  El que fuera el confesor designado para las Jerónimas seria, a la larga, trágico.  En el curso de los años sor Juana seria acosada por la censura constante de los prelados.  Y fue Núñez de Miranda el que insistió que Sor Juana abandonara sus estudios y vendiera toda su biblioteca.  Tal hizo sor Juana en las postrimerías de su vida pues era aparente que con tales hombres necios “opinión ninguna gana”.

--Padre, os suplico no dilatéis más de diez minutos –advirtió Sor Juana—.  Es urgente que opere a don Anselmo.  Su vida peligra.

--No podéis poner traba a este sacramento –protesto Núñez de Miranda  viendo con frialdad a la monja.
Sor Juana intuía que tal objeción no existiría si hubiera sido un médico hombre el que insistiera en la premura.

--Solo se, su señoría, que si dilatáis el infeliz hombre se morirá.  El hombre es el comandante del tercio de la Nueva España y es parte del cabildo de la ciudad del cual nuestro arzobispo también es parte.  Se armaría un escándalo si muere por no recibir pronta atención médica. 

--¡Pamplinas!   Os olvidáis de vuestro lugar, Sor Juana.

--Tenéis razón –contesto con voz humilde sor Juana aunque sus ojos no mostraban tal humildad--.  Disculpe su señoría por haberme atrevido a enteraos de la situación.  Con todo respeto, haced lo que gustéis, señor cura.   Ya os indique las consecuencias.

--No, sor Juana, se hará lo que Dios mande.

--Cierto es, su señoría.  Yo mientras estaré preparando mis instrumentos.   Os suplico me aviséis cuando acabéis.

Finalmente la confesión termino.  Era aparente que don Anselmo estaba ya en paz.  Las monjas sentaron a Bustos en una pesada silla de madera.  Sor Juana, como buena galena, empezó a sacarle plática para distraerlo mientras las novicias le cortaban el cabello.

--Tenía muchos pecados que confesar –admitió Bustos--.  Ciertamente no los relatare aquí pues vuestros castos oídos se ofenderían.

--Sois hombre y sois soldado don Anselmo –dijo Sor Juana--.  Estoy seguro que el santísimo comprenderá.

--Ojala  Pero por lo menos ahora puedo morir en paz.

--No se hable más de muerte don Anselmo –sonrió Sor Juana--.  ¿O acaso dudáis de mi?

--¿Habéis hecho esta operación antes?

--Si, tres veces.

--¿Y tuvisteis éxito?

--Los dos primeros se me murieron.  Ya vide vuecencia que echando a perder se aprende.

--¡Santo Dios!  ¿Y el tercero?

--Era un joven que llego aquí con tremendo macanazo.  Me temo que perdió el habla y la vista en un ojo pero sobrevivió.

--¿Y no quedo tarado?

--No, que va, estaba lucido cuando se fue.

Una novicia entro con una cubeta llena de agua hirviendo donde se encontraban las herramientas que sor Juana iba a usar.

--¡Santo Dios!  --exclamo Bustos--.  ¿Sois médica o sois carpintera?

--Casi, don Anselmo.  Más bien son las herramientas de un herrero las que son ideales para esta operación.   Hay que hervirlas primero y quitarles el óxido.  Tomad de esto, don Anselmo –dijo Sor Juana pasándole una botella.

Bustos se tomó un trago.

--¿Mezcal?

--Si, del bueno.  Acabaros la botella.

--¿Tanto así me dolerá?

--El cráneo es hueso y no os dolerá cuando lo perforo.  Lo que más os dolerá será el cortar el cuello cabelludo –observo Sor Juana revisando la cabeza rapada del hombre-- pero este ya está bastante herido.  Santo Dios, ¿os dieron el golpe durante el asalto al Santo Oficio?

--Sí.  Uno de esos indios endemoniados me dio de lleno con la macana.

Sor Juana empezó cortar el cuello cabelludo.  Bustos gimió levemente.

--Pero vuestros hombres triunfaron, ¿correcto?  Decidme, ¿capturasteis al rey coyote?

--No.  El hombre cayó al frente de sus hombres.

Por un momento Sor Juana palideció.  El rey coyote era Lorenzo Ixtlilxochitl, el heredero al trono de Tenochtitlan y Texcoco y este había servido encubierto como criado de sor Juana por varios años.  Y la razón del asalto al santo oficio había sido para recuperar los códices de papel amate que la inquisición había confiscado además del libro que Sor Juana había escrito, el Caracol, el cual estaba basado en observaciones astronómicas de los indígenas.  La obra de Sor Juana predecía, usando las leyes de Kepler, la órbita de un planeta más allá de Saturno.  De ahí que el Caracol era en extremo peligroso para la iglesia.  Y Sor Juana había estado al tanto de que Lorenzo iba a tratar de tomar el palacio del santo oficio para recuperar su libro.

--¿Murió?

--Si, definitivamente.  Su cabeza será mostrada en el costado del palacio del virrey para que no quede duda.

El cráneo de Bustos ya estaba expuesto.

--¿Toda su gente murió?

--Algunos se huyeron.  Andaban tras unos papeles según me contaron.  ¿Quién diablos se haría matar por unos libros viejos?  Pero de los alzados que se os enfrentaron ninguno sobrevivió.   Bueno, si hay un disque español que sobrevivió.

Sor Juana de inmediato se percató que Bustos estaba hablando del moro, Pedro de Santa Cruz.

--¿Por qué decís que es disque español?

--El fulano tiene una pinta de converso que no puede con ella.  Lo han acusado de haber ayudado a los indios esos.  El caso es que ordene su arresto y ahora seguramente se pudre en un sótano de la inquisición.  Dejare que el santo oficio investigue al desgraciado.

Sor Juana puso la herramienta sobre el cráneo del hombre cubriendo el área del impacto.

--Sor María, asegurad los amarres para que don Anselmo no se mueva.


Bustos murmuro una breve plegaria.  E igual hizo Sor Juana.

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