Monte
Tlaloc - 1683
Según
cuentan los eruditos, el conde de Melo tenía el mando supremo de las fuerzas
españolas en Rocroi, el 19 de mayo de 1643.
Estas fuerzas incluían tercios italianos y de Alemania (acordaos que el
rey de Castilla era un austriaco) que de inmediato se quebraron ante el embate
de las fuerzas francesas comandadas por el gran Turena, un genio militar a la
altura de Napoleón I. Solo se
sostuvieron firmes los tercios compuestos por hombres de Castilla, ya viden lo
tercos que suelen ser esos fulanos.
El
comandante al mando de la infantería de Castilla en Rocroi era el general conde
de Fuentes. Este era un anciano obeso
que ya no podía montar a caballo. Lo
llevaban a cuestas sus hombres en una silla y desde ahí dirigía la batalla. Tal era la lealtad que por el viejo los
tercios españoles tenían que se hicieron matar casi todos. Y Fuentes mismo moriría de sus heridas días
después.
Turena,
con la destreza y frialdad de un cirujano, empezó a despedazar al ejército
español. Como apunte, los primeros en
quebrarse fueron los italianos seguidos de los alemanes. Luego la caballería española fue aniquilada
pues su contraparte francesa los superaba en número. Fuentes, como buen español, era valiente pero
torpe y desperdicio la oportunidad de poner en uso unas piezas de artillería francesa
que la caballería española había capturado a costa de muchos sacrificios.
Al
final solo quedaban en pie los tercios españoles y estos estaban rodeados por
el ejército francés. Turena dio la orden
de acabar con estos. Tras repetidos
embates las fuerzas francesas no pudieron quebrarlos pues eran los tercios
españoles la mejor infantería de Europa en ese momento. Finalmente los franceses les permitieron, en
reconocimiento a su bizarría, que abandonaran el campo de batalla llevando sus
armas y banderas y batiendo el tambor.
Eran, sin embargo, poquísimos los supervivientes.
Al
terminar la batalla Turena le pregunto a Melo, el cual había caído prisionero,
con cuantos efectivos había contado. A
lo que el de Castilla le respondió: “si su señoría tal quiere saber os suplico
que contéis los muertos”. Hasta nuestros
días la silla en que portaban a Fuentes la tiene Francia en los Inválidos como
trofeo de guerra.
Todas
estas historias bien las sabía don Anselmo Bustos, el veterano de los tercios
que ahora comandaba el Tercio de la Nueva España. Y como apenas Bustos se estaba recuperando de
la trepanación que le hizo Sor Juana y no podía tenerse en pie por mucho tiempo
y menos encima de un caballo, don Anselmo no tenía empacho en que lo llevaran a
cuestas en un palanquín, estilo el conde de Fuentes. Lo llevaban a cuestas, sin embargo, no unos
fornidos mozos de Asturias sino unos indígenas que eran la única ayuda que los
caciques de las repúblicas de indios habían proporcionado a la expedición
española. Y Bustos, que era un hombrón
grueso y pesado, veía a estos indígenas con suspicacia pues se veían muy flacos
y débiles y no dudaba que en cualquier momento lo dejarían caer.
Bustos
blasfemo al ver que la vanguardia de su columna se había detenido. Todo el día la columna española había estado
abriéndose camino entre acantilados y el aire, por la altura, era cada vez más
enrarecido. En lontananza hasta se podía
observar el gran lago sobre el cual estaba construida la capital. Pero ahora la columna se había detenido entre
un bosque de oyameles.
En
los días en que se fue recuperando don Anselmo había tenido largas pláticas con
Sor Juana. Esta lo sorprendió por su
erudición y conocimiento de la historia militar. Algo hubo que le menciono Sor Juana que le
helo entonces la sangre en las venas a Bustos.
--Se
reputa que la novena legión romana fue emboscada y destruida –explico Sor
Juana--. De pronto no hay más mención de
ella en las crónicas. Y no se sabe que
haya participado en una sublevación. Se
solía desbandar una legión si esta participaba en una rebelión fallida. De ahí que el veredicto de los eruditos es
que fue destruida.
--¿Cómo
ocurrió esto? ¿No eran los romanos los soldados más temibles de la antigüedad? –pregunto
Bustos que no tenía ni la más triste idea de los hechos de los cesares.
--Ocurrió
en la isla de Britania, o sea lo que hoy es Inglaterra.
--Ah
sí, tierra de herejes protestantes.
--Bueno
esto fue mucho antes de que Constantino hiciera el cristianismo la religión
oficial del imperio.
--Bien
por ese fulano Constantino.
--El
caso es que la novena legión marchaba de lo que hoy es York al norte, hacia
donde luego estaría la muralla de Adriano.
--¿Ese
Adriano era cristiano como el tal Constantino?
--No,
don Anselmo, Adriano era pagano pero fue un gran emperador. Su única flaqueza, si era tal, fue su amor
por Antinu.
--¿Y
esa quién era?
--No
era mujer. Más bien Antinu era un mozo
de gran belleza –aclaro Sor Juana.
--Ah,
el tal Adriano era puto.
--Pues
sí, don Anselmo, pero los cesares estaban más allá de las leyes del vulgo. Pero volvamos a la novena legión y su triste
suerte. Por cierto, sabed que ese cuerpo
se hacía llamar la IX Hispana por haber sido reclutados en la península. Probablemente lleváis la sangre de esos
hombres en vuestras venas. El caso es
que los naturales de Britania, los llamados caledonios o pictos, odiaban la
hegemonía de Roma y siempre estaban en guerra con esta. Ellos detuvieron la marcha de la novena justo
cuando se encontraba en medio de un tupido bosque. Fue entonces que la columna romana fue
atacada por ambos flancos. Ningún romano
sobrevivió.
--¡Puta
madre! –juro don Anselmo en medio de ese bosque de oyameles--. ¡Bajadme con un carajo!
Los
cargadores indígenas tal hicieron agradecidos pues estaban a punto de
desfallecer. Don Anselmo se apoyó en un
pesado bastón.
--¡Santisteban!
–rugió Bustos.
--Ordene
su señoría.
--¿Por
qué carajos se detuvo la vanguardia? ¿No
veis que estamos en medio de este bosque?
¿Os habéis preguntado que carajos sucederá si el virrey resulta ser puto
y aquí hay indios caledonios? ¡Nos van a
emboscar, carajo, igual que a nuestros abuelos!
--Con
todo respeto, don Anselmo, no tiene el virrey pinta de ser tal aunque su
servidor no mete la mano al fuego por nadie.
Pero la vanguardia se detuvo pues no están seguros de continuar. Y mi abuelo murió en Galicia por causa de un
hueso que se le atoro en el pescuezo, según me contaron mis viejos. Acaso se podrá decir que lo embosco un pollo.
--¿Por
qué no están seguros de continuar?
Carajos, tenemos que llegar adonde esta la muralla del puto de Adriano.
--Adelante
hay un malpaís don Anselmo. ¿Quién es
ese Adriano que es puto y tiene muralla?
¿Es albañil? Si es buen albañil
no le echaría en cara el ser puto. El
fulano que contrate en mi finca no tenía pinta de puto pero cuando me hizo unos
muros estos se derrumbaron con la primera lluvia.
Para
este punto don Anselmo estaba ya todo sudoroso y nervioso esperando que en
cualquier momento aparecerían indios caledonios aullando salidos de las
entrañas del tupido bosque de oyameles.
--Olvídate
del puto de Adriano, Santisteban.
Carajos, ojala estuviera la cabrona monja esa aquí y me aconsejara. Con gusto la haría alférez por lo menos. Ni modo.
Escuchad: que el tercio este alerta, ¡muy alerta! Y traedme al guía. Que aclare si debemos penetrar en el mal país
o si hay manera de rodearlo.
El
guía era un monje juanino que había sido levantado en Texcoco. El infeliz hombre mostraba moretones y
costras de sangre y su hábito estaba hecho jirones. Lo acompañaban los dos encargados de
interrogarlo, nuestros viejos conocidos: el Osito y el Faisán.
--Su
señoría, hasta ahora este hombre no nos ha mentido –apunto Santisteban.
--¿Ya
ve Fray Toñito? –dijo el Faisán--. Le
dije que si cooperaba no le iría tan mal.
--Nos
costó convencerlo que no viviera en el error –apunto el Osito--. Pero ya dejo de ser rejego.
--¿Qué
desea saber su señoría? –pregunto el juanino.
--¿Es
posible rodear ese mal país? ¿O es acaso
la única ruta que nos llevara a la cima del Tlaloc? –inquirió Bustos.
--Su
señoría si lo puede rodear. Pero para
ello necesitara crecer alas y volar como los zopilotes. Hay acantilados a ambos lados del mal
país. Dicen los eruditos que el basalto,
que es muy duro, no permitió que se erosionara el mal país pero el terreno
aledaño si fue lavado por las lluvias y formo profundos acantilados.
--¿Hay
camino a través del mal país?
--Si,
su señoría pero es muy angosto. Tan solo
cabe un hombre a la vez.
--¿Es
fácil de seguir esa vereda?
--No. El mal país es un laberinto.
--¿Creéis
que vos podréis indicarnos la vereda?
El
juanino suspiro.
--Creo
poder hacerlo. Ese camino lo he
transitado muchas veces. Hay señales que
están ocultas pero que yo podría reconocer..
--¿Y
que hay después del mal país?
--Descubriréis
una falda con grandes rocas desperdigadas.
Es el detritus de un glaciar que ya no existe. Y subiendo esa cuesta encontrareis el
tetzacualco.
--¡Ea
pues! Marchemos dentro del mal país
–ordeno Bustos--. Y ustedes dos,
aseguraos que este hombre este a salvo y nos de las indicaciones necesarias.
El
monje juanino voltio a ver fijamente a el Osito.
--No
se preocupe su senoria –dijo el Faisan--.
No le pasara nada a Fray Toñito.
-Seguro
patrón –apunto el Osito--. Semos PGR y
semos de confianza.
Al
hacer esto el Osito agarro firmemente del brazo al juanino. En las bolsas de su abrigo (el lugar era
frio) el Osito había encontrado una pastilla.
Al morderla, el Osito sabia, la muerte seria rápida.
--Fray
Toñito –le murmuro el Osito poniéndole la pastilla en una mano--, creo que sabéis
que debéis de hacer.
--Mandad
hacer una misa por mi alma –contesto el juanino--. Que no se recuerde por traidor. No pude aguantar la tortura.
El
Faisán, como quien no quiere la cosa, había logrado oír el intercambio que tuvo
su compadre con el juanino.
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