Monday, July 4, 2016

XXIV. La Silla de Fuentes

Monte Tlaloc - 1683

Según cuentan los eruditos, el conde de Melo tenía el mando supremo de las fuerzas españolas en Rocroi, el 19 de mayo de 1643.  Estas fuerzas incluían tercios italianos y de Alemania (acordaos que el rey de Castilla era un austriaco) que de inmediato se quebraron ante el embate de las fuerzas francesas comandadas por el gran Turena, un genio militar a la altura de Napoleón I.  Solo se sostuvieron firmes los tercios compuestos por hombres de Castilla, ya viden lo tercos que suelen ser esos fulanos. 

El comandante al mando de la infantería de Castilla en Rocroi era el general conde de Fuentes.  Este era un anciano obeso que ya no podía montar a caballo.  Lo llevaban a cuestas sus hombres en una silla y desde ahí dirigía la batalla.  Tal era la lealtad que por el viejo los tercios españoles tenían que se hicieron matar casi todos.  Y Fuentes mismo moriría de sus heridas días después.

Turena, con la destreza y frialdad de un cirujano, empezó a despedazar al ejército español.  Como apunte, los primeros en quebrarse fueron los italianos seguidos de los alemanes.  Luego la caballería española fue aniquilada pues su contraparte francesa los superaba en número.  Fuentes, como buen español, era valiente pero torpe y desperdicio la oportunidad de poner en uso unas piezas de artillería francesa que la caballería española había capturado a costa de muchos sacrificios. 

Al final solo quedaban en pie los tercios españoles y estos estaban rodeados por el ejército francés.  Turena dio la orden de acabar con estos.  Tras repetidos embates las fuerzas francesas no pudieron quebrarlos pues eran los tercios españoles la mejor infantería de Europa en ese momento.  Finalmente los franceses les permitieron, en reconocimiento a su bizarría, que abandonaran el campo de batalla llevando sus armas y banderas y batiendo el tambor.  Eran, sin embargo, poquísimos los supervivientes.

Al terminar la batalla Turena le pregunto a Melo, el cual había caído prisionero, con cuantos efectivos había contado.  A lo que el de Castilla le respondió: “si su señoría tal quiere saber os suplico que contéis los muertos”.  Hasta nuestros días la silla en que portaban a Fuentes la tiene Francia en los Inválidos como trofeo de guerra.

Todas estas historias bien las sabía don Anselmo Bustos, el veterano de los tercios que ahora comandaba el Tercio de la Nueva España.  Y como apenas Bustos se estaba recuperando de la trepanación que le hizo Sor Juana y no podía tenerse en pie por mucho tiempo y menos encima de un caballo, don Anselmo no tenía empacho en que lo llevaran a cuestas en un palanquín, estilo el conde de Fuentes.  Lo llevaban a cuestas, sin embargo, no unos fornidos mozos de Asturias sino unos indígenas que eran la única ayuda que los caciques de las repúblicas de indios habían proporcionado a la expedición española.  Y Bustos, que era un hombrón grueso y pesado, veía a estos indígenas con suspicacia pues se veían muy flacos y débiles y no dudaba que en cualquier momento lo dejarían caer.

Bustos blasfemo al ver que la vanguardia de su columna se había detenido.  Todo el día la columna española había estado abriéndose camino entre acantilados y el aire, por la altura, era cada vez más enrarecido.  En lontananza hasta se podía observar el gran lago sobre el cual estaba construida la capital.  Pero ahora la columna se había detenido entre un bosque de oyameles.

En los días en que se fue recuperando don Anselmo había tenido largas pláticas con Sor Juana.  Esta lo sorprendió por su erudición y conocimiento de la historia militar.  Algo hubo que le menciono Sor Juana que le helo entonces la sangre en las venas a Bustos.

--Se reputa que la novena legión romana fue emboscada y destruida –explico Sor Juana--.  De pronto no hay más mención de ella en las crónicas.  Y no se sabe que haya participado en una sublevación.  Se solía desbandar una legión si esta participaba en una rebelión fallida.  De ahí que el veredicto de los eruditos es que fue destruida.

--¿Cómo ocurrió esto? ¿No eran los romanos los soldados más temibles de la antigüedad? –pregunto Bustos que no tenía ni la más triste idea de los hechos de los cesares.

--Ocurrió en la isla de Britania, o sea lo que hoy es Inglaterra.

--Ah sí, tierra de herejes protestantes.

--Bueno esto fue mucho antes de que Constantino hiciera el cristianismo la religión oficial del imperio.

--Bien por ese fulano Constantino.

--El caso es que la novena legión marchaba de lo que hoy es York al norte, hacia donde luego estaría la muralla de Adriano.

--¿Ese Adriano era cristiano como el tal Constantino?

--No, don Anselmo, Adriano era pagano pero fue un gran emperador.  Su única flaqueza, si era tal, fue su amor por Antinu.

--¿Y esa quién era?

--No era mujer.  Más bien Antinu era un mozo de gran belleza –aclaro Sor Juana.

--Ah, el tal Adriano era puto.

--Pues sí, don Anselmo, pero los cesares estaban más allá de las leyes del vulgo.  Pero volvamos a la novena legión y su triste suerte.  Por cierto, sabed que ese cuerpo se hacía llamar la IX Hispana por haber sido reclutados en la península.  Probablemente lleváis la sangre de esos hombres en vuestras venas.  El caso es que los naturales de Britania, los llamados caledonios o pictos, odiaban la hegemonía de Roma y siempre estaban en guerra con esta.  Ellos detuvieron la marcha de la novena justo cuando se encontraba en medio de un tupido bosque.  Fue entonces que la columna romana fue atacada por ambos flancos.  Ningún romano sobrevivió.

--¡Puta madre! –juro don Anselmo en medio de ese bosque de oyameles--.  ¡Bajadme con un carajo!

Los cargadores indígenas tal hicieron agradecidos pues estaban a punto de desfallecer.  Don Anselmo se apoyó en un pesado bastón.

--¡Santisteban! –rugió Bustos.

--Ordene su señoría.

--¿Por qué carajos se detuvo la vanguardia?  ¿No veis que estamos en medio de este bosque?  ¿Os habéis preguntado que carajos sucederá si el virrey resulta ser puto y aquí hay indios caledonios?  ¡Nos van a emboscar, carajo, igual que a nuestros abuelos!

--Con todo respeto, don Anselmo, no tiene el virrey pinta de ser tal aunque su servidor no mete la mano al fuego por nadie.  Pero la vanguardia se detuvo pues no están seguros de continuar.  Y mi abuelo murió en Galicia por causa de un hueso que se le atoro en el pescuezo, según me contaron mis viejos.  Acaso se podrá decir que lo embosco un pollo.

--¿Por qué no están seguros de continuar?  Carajos, tenemos que llegar adonde esta la muralla del puto de Adriano.

--Adelante hay un malpaís don Anselmo.  ¿Quién es ese Adriano que es puto y tiene muralla?  ¿Es albañil?  Si es buen albañil no le echaría en cara el ser puto.  El fulano que contrate en mi finca no tenía pinta de puto pero cuando me hizo unos muros estos se derrumbaron con la primera lluvia.

Para este punto don Anselmo estaba ya todo sudoroso y nervioso esperando que en cualquier momento aparecerían indios caledonios aullando salidos de las entrañas del tupido bosque de oyameles.

--Olvídate del puto de Adriano, Santisteban.  Carajos, ojala estuviera la cabrona monja esa aquí y me aconsejara.  Con gusto la haría alférez por lo menos.  Ni modo.  Escuchad: que el tercio este alerta, ¡muy alerta!  Y traedme al guía.  Que aclare si debemos penetrar en el mal país o si hay manera de rodearlo.

El guía era un monje juanino que había sido levantado en Texcoco.  El infeliz hombre mostraba moretones y costras de sangre y su hábito estaba hecho jirones.  Lo acompañaban los dos encargados de interrogarlo, nuestros viejos conocidos: el Osito y el Faisán.

--Su señoría, hasta ahora este hombre no nos ha mentido –apunto Santisteban.

--¿Ya ve Fray Toñito? –dijo el Faisán--.  Le dije que si cooperaba no le iría tan mal.

--Nos costó convencerlo que no viviera en el error –apunto el Osito--.  Pero ya dejo de ser rejego.

--¿Qué desea saber su señoría? –pregunto el juanino.

--¿Es posible rodear ese mal país?  ¿O es acaso la única ruta que nos llevara a la cima del Tlaloc? –inquirió Bustos.

--Su señoría si lo puede rodear.  Pero para ello necesitara crecer alas y volar como los zopilotes.  Hay acantilados a ambos lados del mal país.  Dicen los eruditos que el basalto, que es muy duro, no permitió que se erosionara el mal país pero el terreno aledaño si fue lavado por las lluvias y formo profundos acantilados.

--¿Hay camino a través del mal país?

--Si, su señoría pero es muy angosto.  Tan solo cabe un hombre a la vez.

--¿Es fácil de seguir esa vereda?

--No.  El mal país es un laberinto.

--¿Creéis que vos podréis indicarnos la vereda?

El juanino suspiro.

--Creo poder hacerlo.  Ese camino lo he transitado muchas veces.  Hay señales que están ocultas pero que yo podría reconocer..

--¿Y que hay después del mal país?

--Descubriréis una falda con grandes rocas desperdigadas.  Es el detritus de un glaciar que ya no existe.  Y subiendo esa cuesta encontrareis el tetzacualco.

--¡Ea pues!  Marchemos dentro del mal país –ordeno Bustos--.  Y ustedes dos, aseguraos que este hombre este a salvo y nos de las indicaciones necesarias.

El monje juanino voltio a ver fijamente a el Osito.

--No se preocupe su senoria –dijo el Faisan--.  No le pasara nada a Fray Toñito.

-Seguro patrón –apunto el Osito--.  Semos PGR y semos de confianza.

Al hacer esto el Osito agarro firmemente del brazo al juanino.  En las bolsas de su abrigo (el lugar era frio) el Osito había encontrado una pastilla.  Al morderla, el Osito sabia, la muerte seria rápida.

--Fray Toñito –le murmuro el Osito poniéndole la pastilla en una mano--, creo que sabéis que debéis de hacer.

--Mandad hacer una misa por mi alma –contesto el juanino--.  Que no se recuerde por traidor.  No pude aguantar la tortura.

El Faisán, como quien no quiere la cosa, había logrado oír el intercambio que tuvo su compadre con el juanino.


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