Friday, July 22, 2016

VI. El Moro Resucita

Cd. de Méjico – Tenochtitlan – año de 1683

Don Anselmo Bustos, comandante del Tercio de la Nueva España caminaba entre el detritus de la batalla.  A unos metros se encontraba el palacio del santo oficio.  Frente a este, en la plaza de Santo Domingo, y en la calle que lleva a catedral había una alfombra de muertos, charcos de sangre, mojoneras de sesos e intestinos, lanzas, toledanas, cascos, miembros amputados, cabezas (algunas con un rictus de horror), banderas con la cruz de San Andrés tiradas y empapadas de sangre y también estandartes indígenas con un águila posada sobre una nopalera, las viejas armas de Méjico-Tenochtitlan.  El olor era horrible y el zumbar de las moscas era ya constante. 

--Levantad eso, carajos –ordeno don Anselmo apuntando a una de las banderas--.  Y aseguraos ese estandarte con el águila.  Sera un buen trofeo de guerra.

--Vuecencia está sangrando –apunto un sargento indicando la testa de don Anselmo que estaba costrosa con sangre.

--Es un rasguño, Suarez –dijo con desdén don Anselmo dando un escupitajo--.  Uno de esos indígenas del demonio logro darme un macanazo.

El sargento derramo alcohol sobre la herida y luego le cubrió la testa con un paliacate.  Bustos hizo un gesto molesto pero no emitió ni una queja. 

--Su señoría tiene la cabeza dura –se rio el sargento.

Bustos escupió.  Sentía jaqueca y algo de nauseas.  Era común, bien sabia, sentir tal en después de recibir esa clase de golpes.

--Esto no es nada.  En Breda los herejes casi me cosen a estocadas.

Un oficial se aproximó y lo saludo.

--Su señoría, hemos encontrado al cabecilla.  Esta muerto.

--Diantres, mostrádmelo alférez --ordeno Bustos.

El oficial lo llevo a donde era obvio había tenido lugar lo más cruento del combate.  Había montones de muertos y el andar se dificultaba por tanta tripa y seso grasoso que cubría el pavimento.

--¡Puta madre! –juro Bustos--.  ¿Todo esto lo hicieron tan solo 30 de esos desgraciados?

--Calculamos que no superaban los 50 –explico el oficial--.  Se les unieron presos que habían huido del palacio de la inquisición.

--Pelearon como leones, su señoría –admitió el sargento Suarez.

--Vale –reconoció Bustos con amargura--.  De todas maneras los mandamos al infierno.

El oficial le mostro un indígena que presentaba múltiples heridas. Sus manos todavía sostenían una macana.  Bustos lo observo con ojo clínico.  El difunto había tenido buena musculatura y era escaso de carnes.  Era ya de mediana edad y canoso y tenía los bigotes ralos típicos de los mejicanos.  Se adivinaba que en vida había tenido una nariz recia aunque esta era ahora solamente una maza sanguinolenta.  En su brazo portaba una rodela a manera de guarda.  Esta tenía el escudo de un águila sobre un nopal.  Bustos no pudo dejar de notar un esbozo de sonrisa en su cara.

--¿Así que este fue el famoso rey coyote?

--Si su señoría.

Bustos lo continúo observando.  Era una muerte digna y de admirar y hasta de envidiar, pensó el viejo soldado de los tercios de España.  Así habían muerto, le contaron, los soldados de los tercios españoles en Rocroi, dándole la cara al enemigo, con heridas de frente, y sin haber pedido o dado cuartel.

--¡Con un carajos! –juro Bustos que de pronto sintió un mareo.

Bustos había observado que uno de los dedos del difunto había sido cortado con un burdo cuchillo.  La razón era evidente para Bustos.  El muerto ha de haber poseído un anillo y alguien le corto el dedo para robárselo.

--¿Perdón, su señoría? –pregunto el oficial.

--Olvídelo, alférez –respondió Bustos con resignación apuntando a la mano del rey caído--.  Es la guerra.  Siempre ha sido así.  No respeta ni a los muertos.  Y me temo que tendré que hacerle más injuria aunque fue un adversario de valía.  Carajos, hombre así me hubiera gustado conocer en vida.  En fin, cortadle la cabeza.  Es menester que cuelgue de una de las esquinas del palacio del virrey.  Así sabrán los indígenas que este fulano ha muerto.

--¡Ea!  --exclamo uno de los soldados del tercio de la Nueva España--.  ¡Aquí hay uno vivo!

--¿Y qué esperáis para rematarlo? –dijo Bustos acercándose.

--Es que no es un indígena, su señoría. 

En efecto, cuando unos criados indígenas del tercio estaban levantando los cadáveres para llevarlos a cremar habían visto como uno de los “muertos” alzo una mano y maldijo en español.

--Se ve bastante muerto –dijo Bustos poniéndole la punta de su toledana en la garganta--.  A ver, despierte amigo e identifíquese.

El hombre abrió los ojos de repente al sentir la punta aguda de la toledana en su garganta.  Su sobresalto era evidente.  Bustos retiro su espada pero lo siguió observando de cerca. 

--¡Tengo una sed del diablo! –afirmo el hombre con el acento de los peninsulares--.  Si sois cristianos dadme vino con un carajo.

El fulano tenía una herida de pica en un brazo y esta era un arma de uso común en el tercio, lo cual se le hizo sospechoso a Bustos.  También presentaba contusiones y tenía la boca hinchada por un golpe contundente.  Por otra parte, el fulano, aunque muy moreno, vestía como un gentilhombre aunque su traje presentaba toda clase de desgarres y en partes estaba ennegrecido por la pólvora. La camisa estaba empapada de sangre. En su mano derecha todavía sostenía una toledana aunque esta estaba rota.  Algo había en el fulano que el fino instinto de Bustos lo llevaba a desconfiar.  Bustos le hizo una señal al sargento Suarez y este le dio a beber de una cantimplora.

--¿Quién es usted?  ¿Qué diablos estaba haciendo aquí? –rugió Bustos.

--Soy Pedro de Santa Cruz, cristiano viejo recién llegado a la Nueva España –contesto el moro con su boca todavía sangrando--.  Me atrapo el tumulto y me tuve que defender de estos indígenas del demonio.  ¡Y deje de tratar de intimidarme con esa espada!  ¡Se me conoce muy bien en la corte!  ¡Si es necesario me quejare ante la reina misma!

--¡Ese cabrón miente! –exclamo el sosteniente Torres que había hecho acto de presencia.

--¿Y usted quien carajos es? –volvió a rugir Bustos viendo con recelo a Torres al que nunca en su vida había visto antes.

El sosteniente Torres hizo un esfuerzo por pararse derechito e hizo una semblanza de saludo militar a Bustos.  Este a su vez lo miraba con desconfianza.  Torres era obviamente un indígena.  Y estaba acusando a quien era evidentemente un español y tal vez gentilhombre.

--Mi nombre es Hipólito Torres, sosteniente PGR de los guardias del santo oficio.

--¿PGR?  --contesto Bustos con sorna-- ¿Qué diablos es eso de PGR?

--Por Gracia del Rey, su señoría.  Le repito, soy de los guardias del santo oficio.

--En tal caso probablemente sois un cobarde –le espeto Bustos--.  Dejasteis caer el edificio.

--A todo esto, ¿me puedo ir? –pregunto el moro--.  Yo iba camino a Michoacán pues recibí una encomienda del mismo rey cuando me encontré en medio de este alboroto.

--¡Usted no se va a ningún lado! –juro Bustos.

--¡No lo deje ir su señoría! –chillo Torres apuntando al moro--.  ¡Este fulano y ese energúmeno del rey coyote entraron a saco al santo oficio encabezando una horda de diez mil indios caníbales!

--¡Alférez Sáenz! –rugió Bustos.

--¡Ordene su señoría!

--¡Arreste y ponga en grilletes a estos dos infelices!

--¡Usted no sabe con quién trata! –protesto el moro.

--¡Callaos u os hare callar!  --rugió Bustos cuyo dolor de cabeza se había incrementado en forma extraordinaria--.  Tenéis una pinta de converso que no podéis con ella.  ¡Me cago en Cristo si no habéis tenido un ancestro que no comía tocino!

--¡Que soy cristiano viejo carajo!  --insistió el moro.

--No le haga caso, patroncito –añadió el sosteniente--.  Este desgraciado era uña y carne con los indios levantiscos esos.

--¡Que os calléis carajo! --grito Bustos dándole un sopapo a Torres--.  ¡Lleváoslos Sáenz!

Y entre golpes y protestas de inocencia la soldadesca se llevó al moro y al sosteniente.

Bustos se sentó pesadamente en unos pedestales de las murallas del palacio del santo oficio.  Esta piedra consistía de una piedra labrada con motivos indígenas, obviamente había sido parte de algún palacio mexica o tal vez del mismo templo mayor.  Bustos dejo salir un pedo estridente y oloroso mientras sostenía su cabeza adolorida.  Un ayudante le paso una bota y eso medio ayudo a sus dolores.

Bustos sostenía sus manos en su sien esperando a que pasara el ataque de nauseas que tenía.

--Su señoría –le increpo una voz masculina.

Bustos alzo sus ojos.  Ante él se encontraba un indígena alto, cobrizo, delgado, con nariz aguileña, un par de lentes como los del virrey Mendoza, y que portaba el hábito de un jesuita.

--¿Quién sois…padre? –pregunto con recelo Bustos.

--Mi nombre es Josef Rubio.  Sirvo al arzobispo.

--¿Qué noticia hay de su excelencia?

--Se encuentra a salvo, en Coyoacan.  Siento molestaros en estos momentos pero esto es importante.  Decidme, ¿habéis encontrado un libro?

Bustos casi vomito de la náusea.

--Padre, no sé de qué diablos me habla –contesto Bustos con impaciencia--.  Hicimos una matazón.  Usted lo vide aquí.

Rubio se le quedo mirando fijamente como observando al soldadote.  Luego produjo un frasco y lo abrió.

--Oled esto.

Bustos hizo tal obteniendo inmediato remedio a su nausea

--¿Qué es esto?

--Tan solo alcanfor con algunas hierbas del monte –explico Rubio--.  Os aconsejo que busquéis de inmediato curación.  Tal vez necesitareis una trepanación.

--¡Válgame Dios, soy hombre muerto!

--No, idos al convento de las jerónimas.  Sor Juana es excelente cirujana.  Ella os puede hacer la trepanación y no os dejara idiota.  Quedaos con el bote.  Os ayudara mientras tanto.

--Padre, no tengo idea de que libro habla vuecencia –admitió Bustos, su voz ahora menos tosca.

--Bien.  ¿Acaso habéis arrestado o encontrado el cadáver de un francés?

--¿Un francés?  He visto muchos muertos, padre.  Pero una vez muertos no sabría distinguirlos por su nacionalidad.

--Hablo de un europeo de buena planta, algo afeminado y elegantemente vestido.

--No padre, aquí solo he visto los muertos del rey coyote y los de mi tercio.

--Bien, ¿me permitiréis entrar al santo oficio entonces? –pregunto Rubio.

--Si padre.  ¡Sáenz!  Dadle escolta al padre aquí y que entre y busque su libro y su francés.  Ah, y buscadme una carreta y llevadme con las jerónimas que no me puedo sostener ya en pie.

Rubio, escoltado por unos soldados del tercio de la Nueva España, penetro al recinto.  Las paredes estaban manchadas de sangre e incrustadas con sesos.  Había ya nubes de moscas zumbando sobre los charcos de sangre.  Rubio hizo la señal de la cruz ante varios difuntos que se iba encontrando.

Así llego Rubio hasta la oficina del inquisidor Montoya.  Había pedazos de papel de amate con glifos derramados por todas partes.  Estos los recogió Rubio con cierta reverencia.  Luego abrió los cajones del gran escritorio y busco en los anaqueles sin éxito.  El Caracol no parecía estar ahí.


Rubio maldijo quedamente y salió del recinto.

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