Tuesday, July 5, 2016

XXIII Los Piratas en el Tetzacualco

Monte Tlaloc - 1683

--Estos son los fulanos –indico el capitán indígena hablando en mexicano.

Se trataba de unos hombres macilentos que bien conocemos pues eran Ventimiglia, Carmaux, Moko, Van Stiller, Sancho, y Grimaud, este último el único de la marinería del rayo que todavía seguía con vida.  Los piratas se encontraban encañonados por una docena de arcabuces, algunos en manos de monjes juaninos.

--Moko, miradlos bien –murmuro Ventimiglia en francés--.  Aparte del cabecilla y el capitán solo hay unos cuantos que tienen pinta de guerreros.

--Oui mon capitaine –contesto Moko--.  Los que están vestidos de monjes tienen manchas de tinta en los dedos.  Son tan solo escribas.

--Estáis en lo cierto caballeros –contesto don Raúl Topiltzin igualmente en un francés perfecto--.  Estos monjes no son hombres guerreros.  Pero un arcabuzazo os matara si sois altaneros.  Y ahora, decid que buscáis y os advierto que debéis ser sinceros.

--Soy el señor de Ventimiglia capitán del Rayo.

--Tenéis pinta de piratas.

--Tal somos.  De los españoles venimos huyendo. 

En mexicano (lengua que esperaba no dominaran los piratas) don Raul consulto al capitán que había arrestado a Ventimiglia y su sequito.

--¿Cómo fue que los encontrasteis?

--Vagando estaban perdidos por la sierra.  Los rodeamos y con arcabuces los apuntamos.  No hicieron intento de hacernos guerra.

--Veo que solo con un alfanje contaban.  No me fio de ellos.  Admiten ser piratas.

El príncipe Guadalupe entro acompañado de su madre, doña Xochitl, que lo sostenía.  El heredero al trono de Anahuac estaba vendado y su rostro estaba cetrino.  Se dirigió a don Raúl también en mexicano.

--¿Quiénes son estos europeos?

--Alteza, dicen ser piratas a los que los de Castilla persiguen.

--Han visto el tetzacualco.  Creo que no hay remedio sino ajusticiarlos –dijo el príncipe.

--Tal haremos su señoría.

A golpes los indígenas forzaron a los piratas a hincarse.

--Es el fin –dijo con gravedad Moko.

--¡Moriré y no tendré mi ínsula llena de indias desnudas haciéndome piojito! –lloriqueo Sancho.

--¡Como carajos pensáis en indias desnudas en estos momentos! –exclamo Carmaux con asombro.

--Compañeros, siento mucho no haber podido salvaros –dijo con gravedad Ventimiglia--.  He fallado en mis deberes y muero sin honor.

--Yo también he fallado en mis deberes –se quejó Sancho--.  No pude llevar el cuaderno de Sor Juana a la reina.

--¡Ea!  ¿Qué tanto dilatáis?  ¡Acabad ya! –urgió con acento hosco Moko.

--¿Habláis de honor?  ¿Sois acaso gentilhombre? –pregunto el príncipe poniendo su toledana en el pescuezo de Ventimiglia.

--Si.  Soy el señor de Ventimiglia.

--Pero andáis entre piratas.

--Es una larga historia, su señoría –contesto Ventimiglia--.  Buscaba vengar a mi familia de las crueldades que le ha hecho un flamenco traidor, el conde de Van Guld, que milita al servicio del rey de Castilla.

--Podéis entonces discutir sobre ello con el diablo –dijo el príncipe con desdén.

Don Raúl tenía en sus manos un cuchillote y se preparaba para rebanarle el pescuezo a cada pirata.  Tan solo esperaba la venia del príncipe.  Y este comenzó a alzar su mano.

--Esperad un momento, os suplico –dijo doña Xochitl en mexicano mientras apuntaba a Sancho--.  Ese fulano menciono a Sor Juana.

Don Raúl paro a Sancho bruscamente.

--¡Mostrad respeto y decid la verdad!

--Afrontare mi muerte con dignidad.

--¿Qué sabéis vos de Sor Juana? –le pregunto dona Xochitl.

--Ella urdió la manera de matar a un egipcio.

Tales palabras le cosecharon a Sancho un sopapo que le dio don Raúl.

--Dejadme interrogarlo, don Raúl.  Si lo golpeáis más lo dejareis aún más bruto –suplico doña Xochitl.

--¡Válgame Dios!  --juro Sancho escupiendo un diente--.  Solo sé que la monja me encargo llevar el cuaderno que está en mis alforjas a la reina de Castilla.  Vuecencias pueden revisar estas y verán que digo la verdad.  El cuaderno daría de matar al tal Tolomeo la oportunidad.  Y hacer tal seria para Roma una pesadilla.

--¿Sabéis algo acaso del filtro de Fierabras?

--Se lo agencio el almirante, mi patrón.

Don Raúl hizo como que le iba a dar otro golpe a Sancho.  Pero doña Xochitl lo detuvo con un ademan.

--¿Quién es ese almirante que nombráis?

--¿Pues quien otro?  Se trata de mi patrón, don Pedro de Santa Cruz, almirante de las galeras del rey de Castilla a cuyo servicio estaba.

--¿Habláis del moro? –interrogo don Raúl.

--Eso no puede ser.  Don Pedro era cristiano viejo, el mejor espadachín de las Españas, y tal vez hijo del mismo Richeliu pues lo entrenaron en el arte de la esgrima los mosqueteros del rey de Francia.  Ah, y además me prometió que me daría aquí en las Indias una ínsula con…

--¡No le faltéis el respeto a la señora! –amonesto don Raúl.

--Una ínsula, si, con grandes riquezas, seria mía.

--Semejante charlatán no podría ser otro sino el moro –concluyó don Raúl.

Mientras tanto doña Xochitl hojeaba el cuaderno encontrado en las alforjas de Sancho.

--El fulano dice la verdad –anuncio doña Xochitl.

--En tal caso le debo a este hombre mi vida pues trajo a esta tierra el milagroso filtro de Fierabras que me curo de las heridas que me hizo Aramis –concluyo el príncipe.

--¿No los despacho al Mictlan alteza? –inquirió don Raúl--.  Os recuerdo que han visto el tetzacualco.

--¿Os hirió Aramis su señoría?  --pregunto Sancho--.  Ese fulano es el mismo diablo según me conto el almirante.  Si no fuera por estos caballeros que nos salvaron de sus garras mi patrón y yo no hubiéramos llegado a la Nueva España.

--¿Es cierto eso Ventimiglia? –pregunto el príncipe apuntándole con su toledana.

--Su señoría, solo sé que cuando abordamos la nave a bordo del cual iba el tal Pedro de Santa Cruz y don Sancho había una nave del papa que parecía querer abordarla primero.  Sancho ha afirma que abordo se encontraba el tal Aramis.  Pero al ver nuestro buque dieron media vuelta.  No sé quién es ese fulano Aramis pero parece tener muy mala reputación.

--Dejad que se paren don Raúl –ordeno el príncipe--.  Los encerraremos en un calabozo a todos hasta que decida qué hacer con ellos.

Más en eso se presentó uno de los guerreros que vigilaban el tetzacualco y le murmuro algo a don Raúl.

--Alteza –dijo don Raúl en mexicano--, por el mal país asciende una columna de españoles.  Ha de ser el tercio de la Nueva España del cual nos habían advertido que iba a hacer una expedición hacia la cima del Tlaloc.

--¡Maldición!  ¿Con cuantas gentes contamos?

--Guerreros, si cuento a los chamacos mal entrenados, solo son una veintena.  Dos heridos convalecientes tal vez puedan ponerse en pie.  Y de los juaninos hay unos cincuenta.

--¿Y que de los macehuales?

--En cualquier momento llegara una centena para poder cargar lo que podamos rescatar de la librería.  Traerán también carretas.

El príncipe le hizo una señal a Ventimiglia para que se acercara.

--Vos decís que sois gentilhombre y por tanto vuestra palabra es vuestro honor.

--Tal es cierto.

--¿Serviréis a mis órdenes en una causa justa?

--Oí que os llaman alteza.

--En efecto, soy el heredero al trono de México-Tenochtitlan y es mi deber defender el toltecayototl, o sea, la librería que en este lugar se almacena.

--Intuyo que España busca destruirla.

--Así es.  Es la memoria de mi pueblo.  Contiene cincuenta siglos de la poesía, arte, y matemáticas de Anahuac.  Si lo conservamos con vida algún día los mexicanos lo conocerán y Anahuac renacerá, tal lo dicen las profecías.

--En tal caso contad conmigo para defender esos documentos..

--¿Y qué de vuestros hombres?

--No puedo hablar por ellos.  No son gentilhombres.  Buscaran recompensa.

--¿El tesoro de Cuauhtémoc sería suficiente recompensa para ellos?

--¡Santo Dios!  ¿Lo tenéis aquí?

--Sí, pero no me es tan valioso como el toltecayototl.

--Alteza, por tal riqueza mis hombres son capaces de defender vuestro acerbo del mismo Belcebú.

--Bien, instruid a vuestros hombres y consideraros a mis órdenes.  Nos enfrentaremos al tercio de la Nueva España y este no ha sido derrotado hasta ahora.  Hay que detenerlo lo más posible para permitir la evacuación del toltecayototl.  La única oportunidad de hacerlo será en el mal país.  Ahí unos cuantos hombres pueden detener a mil.

--¡Vale alteza!  ¡Detendremos a los españoles ahí!


Los dos hombres se dieron un apretón de manos.

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