Monte
Tlaloc - 1683
--Estos
son los fulanos –indico el capitán indígena hablando en mexicano.
Se
trataba de unos hombres macilentos que bien conocemos pues eran Ventimiglia,
Carmaux, Moko, Van Stiller, Sancho, y Grimaud, este último el único de la
marinería del rayo que todavía seguía con vida.
Los piratas se encontraban encañonados por una docena de arcabuces, algunos
en manos de monjes juaninos.
--Moko,
miradlos bien –murmuro Ventimiglia en francés--. Aparte del cabecilla y el capitán solo hay
unos cuantos que tienen pinta de guerreros.
--Oui mon capitaine –contesto
Moko--. Los que están vestidos de monjes tienen manchas de
tinta en los dedos. Son tan solo
escribas.
--Estáis
en lo cierto caballeros –contesto don Raúl Topiltzin igualmente en un francés
perfecto--. Estos monjes no son hombres guerreros. Pero un arcabuzazo os matara si sois
altaneros. Y ahora, decid que buscáis y
os advierto que debéis ser sinceros.
--Soy
el señor de Ventimiglia capitán del Rayo.
--Tenéis
pinta de piratas.
--Tal
somos. De los españoles venimos
huyendo.
En
mexicano (lengua que esperaba no dominaran los piratas) don Raul consulto al
capitán que había arrestado a Ventimiglia y su sequito.
--¿Cómo
fue que los encontrasteis?
--Vagando
estaban perdidos por la sierra. Los
rodeamos y con arcabuces los apuntamos.
No hicieron intento de hacernos guerra.
--Veo
que solo con un alfanje contaban. No me
fio de ellos. Admiten ser piratas.
El
príncipe Guadalupe entro acompañado de su madre, doña Xochitl, que lo
sostenía. El heredero al trono de
Anahuac estaba vendado y su rostro estaba cetrino. Se dirigió a don Raúl también en mexicano.
--¿Quiénes
son estos europeos?
--Alteza,
dicen ser piratas a los que los de Castilla persiguen.
--Han
visto el tetzacualco. Creo que no hay
remedio sino ajusticiarlos –dijo el príncipe.
--Tal
haremos su señoría.
A
golpes los indígenas forzaron a los piratas a hincarse.
--Es
el fin –dijo con gravedad Moko.
--¡Moriré
y no tendré mi ínsula llena de indias desnudas haciéndome piojito! –lloriqueo
Sancho.
--¡Como
carajos pensáis en indias desnudas en estos momentos! –exclamo Carmaux con
asombro.
--Compañeros,
siento mucho no haber podido salvaros –dijo con gravedad Ventimiglia--. He fallado en mis deberes y muero sin honor.
--Yo
también he fallado en mis deberes –se quejó Sancho--. No pude llevar el cuaderno de Sor Juana a la
reina.
--¡Ea! ¿Qué tanto dilatáis? ¡Acabad ya! –urgió con acento hosco Moko.
--¿Habláis
de honor? ¿Sois acaso gentilhombre?
–pregunto el príncipe poniendo su toledana en el pescuezo de Ventimiglia.
--Si. Soy el señor de Ventimiglia.
--Pero
andáis entre piratas.
--Es
una larga historia, su señoría –contesto Ventimiglia--. Buscaba vengar a mi familia de las crueldades
que le ha hecho un flamenco traidor, el conde de Van Guld, que milita al
servicio del rey de Castilla.
--Podéis
entonces discutir sobre ello con el diablo –dijo el príncipe con desdén.
Don
Raúl tenía en sus manos un cuchillote y se preparaba para rebanarle el pescuezo
a cada pirata. Tan solo esperaba la venia
del príncipe. Y este comenzó a alzar su
mano.
--Esperad
un momento, os suplico –dijo doña Xochitl en mexicano mientras apuntaba a
Sancho--. Ese fulano menciono a Sor
Juana.
Don
Raúl paro a Sancho bruscamente.
--¡Mostrad
respeto y decid la verdad!
--Afrontare
mi muerte con dignidad.
--¿Qué
sabéis vos de Sor Juana? –le pregunto dona Xochitl.
--Ella
urdió la manera de matar a un egipcio.
Tales
palabras le cosecharon a Sancho un sopapo que le dio don Raúl.
--Dejadme
interrogarlo, don Raúl. Si lo golpeáis
más lo dejareis aún más bruto –suplico doña Xochitl.
--¡Válgame
Dios! --juro Sancho escupiendo un diente--. Solo sé que la monja me encargo llevar el
cuaderno que está en mis alforjas a la reina de Castilla. Vuecencias pueden revisar estas y verán que
digo la verdad. El cuaderno daría de
matar al tal Tolomeo la oportunidad. Y
hacer tal seria para Roma una pesadilla.
--¿Sabéis
algo acaso del filtro de Fierabras?
--Se
lo agencio el almirante, mi patrón.
Don
Raúl hizo como que le iba a dar otro golpe a Sancho. Pero doña Xochitl lo detuvo con un ademan.
--¿Quién
es ese almirante que nombráis?
--¿Pues
quien otro? Se trata de mi patrón, don
Pedro de Santa Cruz, almirante de las galeras del rey de Castilla a cuyo servicio
estaba.
--¿Habláis
del moro? –interrogo don Raúl.
--Eso
no puede ser. Don Pedro era cristiano
viejo, el mejor espadachín de las Españas, y tal vez hijo del mismo Richeliu
pues lo entrenaron en el arte de la esgrima los mosqueteros del rey de Francia. Ah, y además me prometió que me daría aquí en
las Indias una ínsula con…
--¡No
le faltéis el respeto a la señora! –amonesto don Raúl.
--Una
ínsula, si, con grandes riquezas, seria mía.
--Semejante
charlatán no podría ser otro sino el moro –concluyó don Raúl.
Mientras
tanto doña Xochitl hojeaba el cuaderno encontrado en las alforjas de Sancho.
--El
fulano dice la verdad –anuncio doña Xochitl.
--En
tal caso le debo a este hombre mi vida pues trajo a esta tierra el milagroso
filtro de Fierabras que me curo de las heridas que me hizo Aramis –concluyo el
príncipe.
--¿No
los despacho al Mictlan alteza? –inquirió don Raúl--. Os recuerdo que han visto el tetzacualco.
--¿Os
hirió Aramis su señoría? --pregunto
Sancho--. Ese fulano es el mismo diablo
según me conto el almirante. Si no fuera
por estos caballeros que nos salvaron de sus garras mi patrón y yo no
hubiéramos llegado a la Nueva España.
--¿Es
cierto eso Ventimiglia? –pregunto el príncipe apuntándole con su toledana.
--Su
señoría, solo sé que cuando abordamos la nave a bordo del cual iba el tal Pedro
de Santa Cruz y don Sancho había una nave del papa que parecía querer abordarla
primero. Sancho ha afirma que abordo se
encontraba el tal Aramis. Pero al ver
nuestro buque dieron media vuelta. No sé
quién es ese fulano Aramis pero parece tener muy mala reputación.
--Dejad
que se paren don Raúl –ordeno el príncipe--.
Los encerraremos en un calabozo a todos hasta que decida qué hacer con
ellos.
Más
en eso se presentó uno de los guerreros que vigilaban el tetzacualco y le
murmuro algo a don Raúl.
--Alteza
–dijo don Raúl en mexicano--, por el mal país asciende una columna de
españoles. Ha de ser el tercio de la
Nueva España del cual nos habían advertido que iba a hacer una expedición hacia
la cima del Tlaloc.
--¡Maldición! ¿Con cuantas gentes contamos?
--Guerreros,
si cuento a los chamacos mal entrenados, solo son una veintena. Dos heridos convalecientes tal vez puedan
ponerse en pie. Y de los juaninos hay
unos cincuenta.
--¿Y
que de los macehuales?
--En
cualquier momento llegara una centena para poder cargar lo que podamos rescatar
de la librería. Traerán también
carretas.
El
príncipe le hizo una señal a Ventimiglia para que se acercara.
--Vos
decís que sois gentilhombre y por tanto vuestra palabra es vuestro honor.
--Tal
es cierto.
--¿Serviréis
a mis órdenes en una causa justa?
--Oí
que os llaman alteza.
--En
efecto, soy el heredero al trono de México-Tenochtitlan y es mi deber defender
el toltecayototl, o sea, la librería que en este lugar se almacena.
--Intuyo
que España busca destruirla.
--Así
es. Es la memoria de mi pueblo. Contiene cincuenta siglos de la poesía, arte,
y matemáticas de Anahuac. Si lo
conservamos con vida algún día los mexicanos lo conocerán y Anahuac renacerá,
tal lo dicen las profecías.
--En
tal caso contad conmigo para defender esos documentos..
--¿Y
qué de vuestros hombres?
--No
puedo hablar por ellos. No son
gentilhombres. Buscaran recompensa.
--¿El
tesoro de Cuauhtémoc sería suficiente recompensa para ellos?
--¡Santo
Dios! ¿Lo tenéis aquí?
--Sí,
pero no me es tan valioso como el toltecayototl.
--Alteza,
por tal riqueza mis hombres son capaces de defender vuestro acerbo del mismo Belcebú.
--Bien,
instruid a vuestros hombres y consideraros a mis órdenes. Nos enfrentaremos al tercio de la Nueva
España y este no ha sido derrotado hasta ahora.
Hay que detenerlo lo más posible para permitir la evacuación del
toltecayototl. La única oportunidad de
hacerlo será en el mal país. Ahí unos
cuantos hombres pueden detener a mil.
--¡Vale
alteza! ¡Detendremos a los españoles
ahí!
Los
dos hombres se dieron un apretón de manos.
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