Wednesday, July 27, 2016

I. Amaranta

Ciudad de México-Tenochtitlan - 1675

Existe a unas cuantas varas del palacio del virrey todo un puerto, el llamado Puerto de San Lázaro.  Es ahí donde penetran varios canales hasta el corazón de la ciudad y terminan en varios muelles adonde atracan las trajineras que traen su carga desde las ciudades alrededor del gran lago que es el corazón de Anahuac.

Todo es bullicio en ese puerto.  Los bultos son descargados y, o bien se llevan a su destino a lomo de indio o bien son las igualmente sufridas mulas las que se doblan bajo el peso de la carga.  El lugar es una romería y veréis ahí desde ltivos nobles de castilla embozados y portando toledana y dispuestos a desnudar el acero a la menor ofensa. 

Hay también en esa multitud igualmente arrogantes príncipes de las casas reales indígenas que han jurado fidelidad al rey de Castilla.  Estos últimos van acompañados de su sequito de señores feudales o “indios principales” que les deben lealtad y vienen vestidos en elegantes togas yucatecas con un porte que envidiaría un senador de Roma.  Portan los indígenas estos manojos de rosas para disimular el olor de “los de Castilla” los cuales no son aficionados al baño como los limpísimos naturales de Anahuac.

Hay también en ese puerto de San Lázaro nubes de curas, prelados, pajareras, vendedores, alabarderos, criados, pordioseros, prostitutas y, por supuesto, carteristas y matasietes.  Y a veces podéis ver a un oriental, bien un hindú o un dayako de Borneo, que ha venido desde las Filipinas, pues el gobernador de esas islas remotas tiene por soberano al virrey de la Nueva España.

El comercio bulle y la plata, acuñada en pesos mexicanos que circulan hasta en Macao y en Cipango (Japón), engorda las bolsas de los comerciantes.  Las bodegas albergan desde finos trabajos de plumería, jade, y obsidiana, hasta finas sedas recién llegadas de oriente en la nao de china.  Y no faltan las procesiones que sahúman con incienso las malolientes calles de San Lázaro y que se comisionan para agradecer a un santo el que la carga haya llegado con bien hasta el altiplano. 

Cierto, de que si los envíos llegaran eventualmente a Cuba y de ahí hasta Sevilla es cosa que solo el santísimo sabe.  Los peligros son muchos, desde los piratas que asolan el golfo hasta las impredecibles tormentas que destrozan con facilidad los frágiles buques de la época.  Pero el que tenga la fortuna de hacer llegar con bien un cargamento de sedas venidas desde la China a Filipinas y de ahí a la Nueva España y luego a Cuba y finalmente a Sevilla subiendo el Guadalquivir puede pedir el peso en oro de esas sedas.  Son incontables los comerciantes que se han muerto ahogados o despanzurrados por un obús pirata mientras se abrazaban a un retazo de sedas.

En medio de todo el torbellino humano que se congrega en el puerto de San Lázaro y anclada cual una gran nao junto al llamado muelle de Santo Domingo se encuentra un edificio singular: la taberna del arco de Neptuno.

La historia de esta taberna esta hilvanada con el personaje que os presentare a continuación.

Amaranta, (María Amaranta Cocoxtli según algunas crónicas) era una mestiza trajinera que traía mercancía desde Chalco.  La madre de Amaranta, una indígena cuyo nombre no se cita en las crónicas, había muerto al darla a luz y esta había sido educada por su abuela, una bruja o curandera de Chalco.  El padre se desconocía aunque se decía que era un español muy rubio, el cual, decían las malas lenguas, era descendiente del terrible don Pedro de Alvarado. 

El caso es que Amaranta salió “blanquita” y hasta pecosa y bien podía pasarse por criolla aunque solo habla mexicano (náhuatl) y muy apenas algo del español y siempre andaba trenzuda y descalza y vestida con huipil.  Amaranta creció y era buena moza y no le faltaban ofertas matrimoniales aunque su genio era terrible (¿acaso por la sangre de don Pedro?).  Sin embargo, Amaranta no quería “bañar borracho” o mantener a un poltrón y rehusaba las ofertas matrimoniales.  Amaranta prefería dedicarse al comercio en lo cual resulto muy sagaz y sacaba buenas ganancias llevando en su piragua legumbres y mazorcas hasta San Lázaro. 

Fue así que una vez Amaranta encontró un cadáver que portaba una panga en la laguna.

Esto no era de asombrar.  Era común ver a los muertitos flotando en las aguas de la gran laguna con un sequito de zopilotes que los tripulaban.  Los zopilotes eran muy pacientes.  Esperaban a que el cadáver se hinchara con los gases de la putrefacción.  Esto significaba que sus carnes ya estaban “blanditas”.  Los pajarracos entonces los empezaban a picotear y el cadáver se desinflaba (a veces explotaba) y los zopilotes lo podían despellejar hasta que el infeliz finalmente se hundia.

Pero les decía que Amaranta encontró un cadáver flotando en la laguna.  No estaba encuerado o vestido en los humildes trapos de los indígenas sino era evidentemente un gentilhombre.  Amaranta se acercó al muerto y espanto a los zopilotes que lo tripulaban. 

La cara del muerto estaba irreconocible. Los zopilotes habían empezado a picotearlo por ahí.  Amaranta noto un pedazo de acero toledano roto y enterrado en el pescuezo del muerto.  ¿Quién era el muerto y quien lo había matado?  Jamás se sabría pues Amaranta no era tan bruta como para ir a indagar con las autoridades virreinales. 

Tal vez, pensó Amaranta, el infeliz había muerto a manos de un marido celoso. El marido, tal vez otro español cuyo honor había sido mancillado, pues solo a estos se les permitía portar toledana, había encontrado al difunto mientras lo cornamentaba.  Hubo un duelo, por supuesto, en algún lugar junto a la laguna y el difuntito, mal herido, había tratado de huir en la panga y ahí había muerto.

Lo que si noto Amaranta, cuyo instinto era muy fino, fue que el muerto portaba una “víbora” o sea un cinturón con lugar para esconder monedas. Amaranta saco su cuchillo y puso manos a la obra.

--Hermanos zopilotes –dijo Amaranta dirigiéndose a los pajarracos que se habían aposentado en un islote y contemplaban la escena--, este cristiano se los encargo pa que les hinche el buche cual manda Dios.  Yo me quedare con las monedas que portaba el infeliz ya que a vuecencias no les sirven.  No sé el nombre de este infeliz difuntito pero lo llamare don Rodrigo pues los gachupines siempre están jode y jode con las hazañas que dicen que hizo un fulano de ese nombre quesque mataba mil moros de un navajazo en Castilla la vieja.  Y aquí enfrente de ustedes, hermanos zopilotes, y de Diosito que todo lo ve, juro que le daré unos cobres al padre Julián para que haga una misa por el descanso del alma de “don Rodrigo”.  Y si el curita pregunta quien era ese don “Rodrigo” le diré que era un gachupin que mato un moro que asolaba Chalco y que quería robarle las almas a los cristianos de ahí y que don Rodrigo tristemente también murió al ajusticiar a ese demonio pues este alcanzo en su esténtor de muerte a enterrarle su toledana en el pescuezo.

No registra la crónica si los zopilotes contestaron “amen” a la manda hecha por Amaranta.  Pero bien, asumamos que alguno de los franciscanos que abundaban en la Nueva España había predicado la doctrina a los pajarracos de Anahuac (tal suelen hacer esos loquitos) y que los zopilotes eran todos celosos conversos al catolicismo que abjuraban de adorar a los dioses sanguinarios de sus abuelos y que tal vez hasta se persignaron al oír lo jurado.

--¡Y vive Dios!  ¡Qué buena gente fue en vida don “Rodrigo”! –exclamo Amaranta contando los doblones de oro que había extraído de la “víbora”.

Fue así como Amaranta tuvo el capitalito (aun después de darle unos cobres al padre Julián para la misa para el alma de don “Rodrigo”) para poner un estanco en el muelle de Santo Domingo en el puerto de San Lázaro.  Y ahí Amaranta empezó a mercar lo que le traían las trajineras y su capital empezó a crecer y crecer.

Y no, admito que no os he explicado lo de la taberna del Arco de Neptuno y os pido vuestra paciencia pues poco a poco se verá cómo se erigió.


Tuesday, July 26, 2016

II. El Nuevo Virrey

Cd. de Méjico – Tenochtitlan - 1680

Corría el año de 1680 cuando llegaron a Veracruz el nuevo virrey, don Tomas de la Cerda y Aragón, y su esposa.  Eran los llamados marqueses de la Laguna. Sería el 30 de noviembre, como a las cuatro de la tarde, cuando sus altezas harían acto de presencia en la muy real y señorial ciudad de México Tenochtitlan.

Y entended, estimado lector, que era este marques de La Laguna uno de los soberanos más poderosos de la tierra.

Sabed, respetable lector que lee estas tristes letras, que la Nueva España, propiamente el reino de la Nueva España, no era colonia de España sino un reino independiente.  Fue por decisión del papa Borgia, Alejandro VI, que se le concedió al Rey de Castilla el derecho a designar al soberano del reino de la Nueva España.  Así pues, México (o Méjico) nunca fue colonia sino siempre fue un reino independiente.

Claro, en la práctica, el virrey lo era a voluntad del soberano de Castilla.  Pero debéis entender que la voluntad de este soberano de la Nueva España se obedecía desde los manglares de la Florida, a las calles de Nuevo Orleans, en la remota Santa Fe, en las iguales remotas tierras de la Alta California, en la capitanía general de Guatemala y de ahí hasta el impenetrable Darién en Panamá y también en las lejanas Filipinas cuyo gobernador obedecía a virrey de la Nueva España, el soberano de Anahuac y heredero del trono de México-Tenochtitlan.

Había que echar la casa por la ventana para recibir al virrey.  Siempre es bueno hacerle la barba a semejante potentado.

En el arzobispado y en el cabildo de dispusieron dineros para el recibimiento.  Se organizarían saraos, corridas de toros, procesiones, coros triunfantes, y si, si era necesario se “acarrearían” indígenas desde los pueblos aledaños a que le bailaran bonito y le echaran porras “al nuevo patroncito que nos viene a desplumar”.

--Señores –explico don Carlos de Sigüenza y Góngora, catedrático de la Real y Pontificia Universidad de México, hablando ante los oidores del cabildo de la ciudad--, el recibimiento al nuevo soberano debe de dar prueba de la majestad del gobierno que asumirá y también servirá para tapar el descontento y hacer que el pueblo olvide las calamidades que lo asolan.  Bien se decía que fue por ello que el senado romano, al ver al Cesar regresar de la Galia, no tuvo empacho en ordenar espectáculos de gladiadores y luchas de esclavos contra leones y de hacer grandes procesiones donde se mostraban los tesoros y príncipes galos que el Cesar había esclavizado.  De esa manera la plebe se apaciguaría y los patricios no sufrirían levantamientos.

--No hay gladiadores aquí –apunto el oidor Ceballos--.  Podemos poner un palo encebado en la plaza y los indios, ya borrachos, lo pueden intentar subir.

--Don Martin Corcuera capturo en sus viajes por Nuevo Méjico un animal que llaman búfalo –explico el arzobispo--.  Creo que se le podría torear pues parece una vaca aunque es dos veces más grande.

--¡No maten al búfalo ese! –suplico don Carlos--.  Quiero estudiarlo y ver si en verdad es un bovino.

--Podemos echarle unos indios al coso para que se los coma el búfalo –continuo el oidor Ceballos.

--¡Lo que he observado es que el búfalo ese no es carnívoro! –contesto don Carlos.

--Bueno –sugirió otro oidor-- ¿y no podrían traer unos leopardos desde tierra caliente para que se coman unos indios?

--No creo que haya tiempo para traer leopardos –explico don Carlos--.  Además de que a la mejor al nuevo virrey no le gustaría ver que se coman a sus nuevos súbditos.

--¿Pero no era así en Roma donde con cualquier pretexto aventaban a un infeliz a los leones? –pregunto Ceballos--.  Ustedes los universitarios siempre están alabando a los romanos y hablando en latinajos y ahora me sale con que no le gusta que se derrame tantita sangre de indio.

--Si leemos la Leyenda Aurea –explico el arzobispo--, los santos mártires agradecían que los aventaran a los leones pues así ganarían la corona del martirio y podrían hasta echarse un pedo en presencia del santísimo.  En verdad os digo que debe ser la máxima aspiración de los cristianos el ser cagado por leones.  Y si aquí en la Nueva España no los hay estoy seguro que el virrey entenderá si usamos leopardos o cocodrilos.

--¡Con un carajo caballeros!  --dijo don Anselmo Bustos poniéndose de pie.  Tal era el porte marcial del antiguo soldado de los tercios que los oidores y el arzobispo callaron de inmediato--.  Nos veremos de plano muy estúpidos con lo que proponen sus señorías.   Ya hay mucho indio levantisco y si empezáis a aventarlos a los leones o leopardos o cocodrilos la cosa se pondrá color de hormiga.

--¿Entonces qué podemos hacer? –gimió Ceballos--.  No queremos quedarle mal al virrey.

--Dejen que don Carlos organice todo –sentencio Bustos--.  Y sepa don Carlos que si nos avergüenza lo atare a la boca de un cañón y lo disparare.

Don Carlos trago en seco.

--Válgame Dios, no creo que llegara a tanto.  Dejen ver que preparo.

--¡Arregle algo que de el gatazo a la bienvenida de Cesar a Roma! –dijo Ceballos.

--Si, y también que recuerde a Grecia –sugirió el arzobispo--.  Tal vez la entrada de Alejandro Magno a Babilonia.

--O sea ¿algo muy clásico?  --sonrió don Carlos--.  Pues no hay más remedio.  Tendré que consultar con Sor Juana.  Esa se la pasa soñando con Arcadia y dice prefiere leer a  Ovidio que rezar el rosario y ella suele rezar sus novenas en griego, lengua que tanto domina que podría dialogar y hacer bolas al mismo Sócrates con sus preguntas.

--¿Sor Juana? ¿Le va a pedir consejo a Sor Juana? –murmuro el arzobispo mientras se persignaba--.  Ya nos cargó la tristeza.

--¿Y quién diablos es ese Ovidio?  --pregunto Ceballos--  ¿O el tal Sócrates?  ¿Acaso se meten en el convento de las jerónimas?  No vaya a salir Sor Juana o alguna de las monjitas con un mal paso, carajos.

--Sus señorías solo tienen que ordenar y mis hombres arrestaran al tal Ovidio y a su cómplice el tal Sócrates–ofreció Bustos.

--Creo que Sócrates es un andaluz que llego a la Nueva España hace unos meses –dijo el arzobispo.

--Si, agárrenlos y que los capen antes de darles el garrote –insistió Ceballos.


--¡O sancta simplicitas! –juro don Carlos--.  Señores, os suplico, despreocupaos por el tal Ovidio o Sócrates.  Les aseguro que ninguno de esos dos fulanos mancillara el honor de las vírgenes vestales que se albergan en el convento de las Jerónimas.

Monday, July 25, 2016

III. Los Leones del Arco de Neptuno

Ciudad de Méjico – Tenochtitlan – 1680

Entremos, paciente lector, al convento de las jerónimas.  Este era un edificio de gran tamaño con amplios jardines y cómodos claustros.  No, ahí las monjas y novicias no dormían en cama de piedra como en el convento de las locas de las carmelitas descalzas.  Los claustros son grandes, bien alumbrados, y cómodos.  Cada monja tiene una o más sirvientes y la cocina de este convento es renombrada en todo el reino. Existen además salas donde las monjas pueden recibir visitantes o hasta se pueden habilitar para efectuar obras de teatro o conciertos (la orquesta del convento también era muy renombrada). A pesar de que hay una madre superiora, el motor del convento es Sor Juana.  Ella es la que regentea con mano férrea en la cocina, la que escribe las obras de teatro, y la que conduce la orquesta del convento.

Sor Juana tiene también gran reputación de ser excelente cirujana y más de un gentilhombre, herido en un lance causado por los humos del alcohol, ha sido traído a la sala de convalecencia donde ella ejerce y usa con gran habilidad unos instrumentos cortantes que hizo traer desde Levante.  Claro, a veces se le muere a Sor Juana un infeliz, lo cual ella acepta filosóficamente pues “echando a perder se aprende”.  Además, morir en un convento es conveniente pues, si no se presenta a tiempo el cura a dar la extrema unción.  Es muy arraigada la creencia que, por morir en tierra santa, el alma no ira derechito a los infiernos.  

Los médicos de la capital de la Nueva España por supuesto no ven con agrado que Sor Juana les haga competencia y que tenga mejor reputación que la mayoría de ellos. Estos fulanos esparcen toda clase de rumores venenosos acerca de Sor Juana.

Por ejemplo, afirman estos envidiosos, que, si nadie reclama el cuerpo del difuntito, cosa común, al cadáver en el convento se le hace autopsia.  Sor Juana, afirman con indignación los envidiosos, no tiene empacho en destazar al infeliz cual si fuera un marrano.  Y es que Sor Juana entrena a las novicias en los misterios del cuerpo humano haciéndoles que palpen y revisen con cuidado las vísceras del difuntito.  Válgame Dios, hasta han dicho los envidiosos que las monjas llevan estas vísceras a su cocina y hacen riquísimos tacos de buche con los restos humanos, en imitación de los antiguos mexicanos a los que Sor Juana abiertamente ha dicho que admira y cuya lengua domina.

Esta práctica de abrirle el buche a un muertito para examinarlo, practica muy socorrida por los médicos hebreos y mahometanos de Levante, gente que se pudrirá en los infiernos por supuesto, no es vista con agrado por la Inquisición.  Después de todo conocer los misterios del cuerpo humano corresponde solo al Santísimo y no a los hombres y peor, ciertamente no a las mujeres. 

Pero no os traje a este convento, paciente lector, para que veáis a Sor Juana y sus monjas hacer carnitas con los restos de un difunto.  Más bien entremos a otra sala dentro del convento de las jerónimas.  Este es el laboratorio que tenía Sor Juana junto a la sala donde recibía visitas.  El lugar contiene mesas de trabajo, gruesos libracos (algunos en griego o latín), alambiques, y demás instrumentos del demonio.  Y en medio se encuentra Sor Juana dictando una catedra a tres novicias.

--Natura en partes tres divisa, animales, plantas, y minerales, si he de imitar al Cesar de la Galia conquistador –explico Sor Juana dibujando un círculo en un pizarrón y seccionándolo en tercios --.  ¿Podéis nombrar en cada caso el principio reproductor?

--Madre, los animales se reproducen a través de su sexualidad –contesto una de las novicias.

--Sor María, ese es el método indicado en verdad –admitió Sor Juana.

--Las plantas se reproducen a través de sus semillas –indico la segunda novicia.

--Cierto, sor Andrea, y es por eso que tenemos florecillas –contesto Sor Juana.

--Perdonadme, maestra –indico la tercera novicia--, que no veo que el azufre al mercurio le haga la corte.  Ni que el carbón solicite al aire ser su consorte.

--Ah, sor Antonia, más sabed que su unión no puede ser más fragorosa –contesto Sor Juana--.  Y su amor se llama el fuego y el oro es el hijo de esa unión amorosa.

--¿Habláis del amor y lo equiparais al fuego? –preguntaron a una las novicias cual coro griego.

--Tal hago y para explicaros vuestra paciencia ruego –contesto Sor Juana.

Sor Juana dibujo una cruz al lado del círculo.

--Atestiguan estas nupcias del carbón y el aire los cuatro elementos del caos: fuego, aire, tierra y agua.  Y son sus méritos el calor, el frio, la sequía y la humedad.  Y si, el carbón es una manifestación de la tierra.  Si entendemos los secretos que esta cruz encierra, seremos los dueños absolutos de la verdad.

Sor Juana las conmino a que observaran un crisol.

--La sabiduría indica madurez –continua Sor Juana-- y esta solo se obtiene a través de la pasión que el fuego induce.  Este actúa sobre los elementos, es decir, la tierra y en su aplicación el fuego mayor nobleza produce.  Tomad por ejemplo este mercurio, el cual a la plata en color imita.  Pero el mercurio es fatuo y nada su camino limita.  Mientras que la plata es tímida y se esconde en entrañas profundas de la tierra.  Y los hombres con muchos trabajos lo extraen de la sierra.  Ese no es del mercurio el caso.  Imaginaos si el mercurio en plata se transmutara.

--¿Es acaso posible que el mercurio a la plata transitara? –preguntaron las novicias.

--Tal es lo que conjeturan los sapientes –índico Sor Juana aventando sales al fuego que alimentaba al crisol y cambiando el color de este--.  Y si del mercurio a la plata llegar se lograra…

--Entonces de la plata al oro no hay más que un paso y si tal se da tal vez veréis  que la inquisición a vuestra maestra arrestara –dijo don Carlos de Sigüenza interrumpiendo la lección.

--Idos os lo ruego –indico Sor Juana a las novicias.

Estas sumisamente se retiraron.

--No vengáis a sermonearme y decirme que les estoy llenando la cabeza de ideas peligrosas a estas mujeres –le dijo Sor Juana a don Carlos.

--Santo Dios que nunca haría tal cosa.  Digo, ¿Qué idea no es peligrosa de por sí?  Toda idea es un soplo divino que se manifiesta en la mente de los hombres.  Es por ello que Prometeo fue castigado, por darles ideas a los hombres.  Y vos haréis tal con estas novicias.  Lo dicho, Sor Juana, tened cuidado.  La Inquisición nos vigila…a todos.

--Ya lo habéis dicho, don Carlos, Prometeo ilumino a los hombres dándoles el fuego.  Parece que hay ciertas limitantes si alguien se atreve a iluminar la mente de las mujeres.

--Sor Juana, os pido humildemente que no castréis más mi modesto intelecto masculino.  Esto lo digo con toda sinceridad.  Sois mi superior en todos los aspectos del intelecto.  Libremente lo admito.  Si no fuera porque estáis enclaustrada bien merecería vuecencia mi silla de catedrático de matemáticas y astrología en la universidad pontificia.  Y yo sería el primero en admitir que la merecéis más que yo.

Sor Juan lo vio con ironía y luego sonrió.

--No tenéis que rebajaos a tal nivel, don Carlos.  Algo buscáis de mi ¿verdad?

--Si, lo admito.  Veréis, tengo un problema con la boca de un cañón.

--¿Un cañón?  Conozco los cálculos de balística –dijo Sor Juana buscando entre los pergaminos que tenía diseminados en el laboratorio--.  Si me avoco a ello creo que podría fundir una pieza semejante al cañón que uso Mehmet II para tumbar los muros de Constantinopla.  ¿Acaso manda el papa tomar Constantinopla?  ¿Se ha proclamado una nueva cruzada?  ¡Honraría mucho a la Nueva España, a Méjico, si fundiéramos tal cañón!

La monja buscaba agitada entre los manuscritos.

--Bueno, meted en cintura vuestro entusiasmo belico, Sor Juana.  No creo que se haya proclamado tal cruzada.

--¡Pues se debería!  --contesto Sor Juana produciendo unos dibujos de su mano mostrando los planos de un gran cañón--.  Creo que podríamos habilitar el patio norte del convento para forjarlo.  Necesitare carbón, hierro, herramientas, instrumentos de medición, etc., etc.  ¿Cuándo comenzamos?  Creo que lo más complicado será moverlo a Veracruz.  Tal vez se tenga que diseñar una nave específicamente para transportar esta arma a través del mar océano.  También puedo hacer tal cosa…es más, concebí una nave que no estaría a merced de los vientos sino que utilizaría un artefacto similar a los que usaba Hero en Alejandría, es decir, con vapor.  Por aquí tengo los planos…
 
--Deteneos Sor Juana, os lo suplico, antes de que me saquéis los planos de otra armada invencible tripulada por los autómatas de Hero –rogo don Carlos de Sigüenza--.  Sabed que sí, mi problema es un cañón.  Veréis, Sor Juana, don Anselmo Bustos ha amenazado con atarme a la boca de tal y dispararlo si no hago quedar bien a los señores oidores…

Y don Carlos procedió a explicar el homenaje que se requería para dar la bienvenida al nuevo virrey.

--¿Y este don Tomas de la Cerda, vizconde la Laguna, es marino?

--Es Marques de la Laguna y capitán general del mar Océano, del Ejército y Costas de Andalucía.  Y espero que no sea tan bruto como los señores oidores.

Sor Juana sonrió.

--Por menos han acabado en el garrote algunos, don Carlos.  Tenéis razón, toda idea es intrínsecamente peligrosa.

--Sor Juana, a veces tratar de ilustrar a los gobernantes mejicanos es inútil.  No rebuznan porque no saben la tonada.  No os contare de la bronca que se armó con Ovidio y Sócrates cuando se los cite.

--Bueno, don Carlos, no son propiamente mejicanos.  Todos han venido de la península.

--Vos me entendéis.  Acordaros que escribisteis: “¿Qué hechizo derramaron entre mis letras los indios herbolarios de mi patria?”  Vuestra patria, tal habéis insinuado, es Méjico y no España.  Yo no tengo tanto recato y lo digo y lo seguiré diciendo abiertamente.  Y si por ello acabo en el garrote bien valdrá la pena.

--Por el momento tenemos que preocuparnos por la boca del cañón de don Anselmo Bustos y no por el garrote, don Carlos.  Sugiero se erija un arco triunfante a manera de bienvenida.  Y como el nuevo virrey es marino el tema será Neptuno. 

--Si hacéis el plano yo me encargare de que se construya.

Sor Juana quito varios kilos de pergaminos y un restirador apareció como por arte de magia.

--¡Sea!  Dadme tres días para producirlo.  Por supuesto tendrá la proporción aurea en todos sus catetos.

Y en efecto, la obra de Sor Juana fue magnifica.  Se trataba de un arco triunfal adornado con toda clase de elementos clásicos: ninfas, tritones, tridentes, sirenas, etc., etc.

Sor Juana también preparo una elegía que fue leída ante el virrey.  Y este gobernante, a diferencia de los oidores, resulto ser todo un erudito y se deleitó con las referencias clásicas que abundaban, cual pulgas en un perro callejero, en la obra que Sor Juana produjo.  El virrey y su esposa insistieron en que se arreglara una visita a las Jerónimas lo más pronto posible pues deseaban conocer tan brillante intelecto que seguramente sería el adorno de su reinado.

Por supuesto que los oidores no reaccionaron muy entusiasmados ante la ascendencia que había ganado Sor Juana con los virreyes.

Por su parte, don Carlos leyó una pieza donde hizo una reseña del largo linaje de los reyes de Anáhuac y ahí menciono los méritos de estos.  El virrey oyó esta pieza con gravedad y respeto y prometió que trataría de estar a la altura de los preclaros gobernantes que lo antecedieron.  Igual, hubo desacuerdo entre los oidores que se le reconociera mérito alguno a los indígenas que antes habían gobernado la Nueva España.

--Habrá que sincerarse con el nuevo virrey –dijo el oidor don Diego Ceballos--.  No es menester que se le de tantas alas a la indiada.

--No me corresponde opinar sobre ello –dijo don Anselmo Bustos--.  Mi deber es guardar la integridad del reino.  Creo que el cabildo hizo buen papel con este recibimiento y no tendré que atar a don Carlos de Sigüenza a la boca de un cañón.

Pero después de las fiestas de bienvenida el arco de Neptuno resulto un estorbo a la circulación.  Los arrieros se quejaron con el cabildo el cual resolvió con mucho gusto derribarlo.

Fue entonces que Amaranta regresa otra vez a esta historia.  Ella junto con otros habitantes de la capital se había deleitado en pasear bajo el arco triunfal y estudiar las múltiples esculturas y citas en griego y latín (que por supuesto no entendía pues Amaranta a duras penas sabia escribir su nombre) que lo adornaban.  Para ese entonces Amaranta ya era dueña de un terreno en el muelle de Santo Domingo en el puerto de San Lázaro.  En cuanto comenzaron a derrumbar el arco solicito comprar el escombro y que este se transportara hasta su terreno.  Con esas reliquias Amaranta quería construir una magnifica taberna.

La construcción comenzó bajo la mirada vigilante de Amaranta y progresaba viento en popa, como si hubiera recibido las bendiciones del mismo Neptuno.  Más pronto hubo un problema.

--¿Dónde están los leones que adornaban la base del arco? –pregunto Amaranta a su capataz.

--Ah, patrona, es que una monjita en las Jerónimas insistió en que los llevaran al convento.

--¿Y pos que se cree esa ruca?  Yo quería esos leones para la entrada de mi taberna.  ¿Cómo se llama la fulana?

El capataz se rasco la cabeza.

--Pos creo que Sor Juana, patrona, quesque fue la arquitecta que diseño el arco.  ¿Usted cree?

--Me vale si fuera la virgen de Guadalupe.  Yo clarito pedí que me mandaran los leones.

Y una hora después una furibunda Amaranta se presentó en las Jerónimas.  La novicia encargada de recibir las visitas se le quedo viendo con asombro.

--¿Pos que me ve?  ¿Tengo changos en la cara o qué?  ¿On ta esa tal Sor Juana?  Quiero hablar con ella.

La novicia toco en el laboratorio.

--¡No me interrumpáis!  ¡Estoy a punto de llevar a cabo la transmutación!

--¡Maestra!  Le suplico, abra, ¡por el amor de Dios!

Sor Juana abrió de mala manera la puerta de su laboratorio.  Un humo amarillento salió.

--¿Usted es Sor Juana?  --pregunto Amaranta.

Sor Juana se le quedo viendo fijamente.

--¡Sor María!  Ni una palabra de lo que habéis visto, ¿entendéis? –ordeno Sor Juana a la vez que le indico a Amaranta que entrara a su laboratorio.  La puerta se cerró bruscamente.

--¿A poco sois bruja?  --dijo Amaranta observando los alambiques y diagramas.

--Me han llamado cosas peores.  ¿Cómo os llamáis?

--Soy María Amaranta Cocoxtli y usted tiene mis leones.

--Sentaos –dijo Sor Juana apuntando a una silla.

--¿Qué de mis leones?

--Si los queréis os los daré, no hay problema.  Pero, decidme, ¿alguna vez os habéis visto en el espejo?

--Dicen que no soy de malos bigotes y viera como me andaba cortejando toda la indiada en Chalco.

--Tomad –dijo Sor Juana ofreciéndole a Amaranta un espejo recién llegado desde Europa--.  Sé que los mejicanos tenían espejos de metal bruñido antes de la llegada de los españoles pero la perfección de la imagen no se equiparaba al de los espejos modernos.

Amaranta se contempló con cierta curiosidad.

--Ahora miradme –indico Sor Juana.

--¡Ave María Purísima!  --contesto Amaranta--.  ¡Semos idénticas!

--¿No sois de casualidad de San Miguel Nepantla?  Mi abuelo me han contado era muy chile dulce.

--No soy de ese rumbo, aunque si se dónde está ese pueblo, al pie del volcán.  Yo nací en Chalco.

--No importa entonces.  Escuchad, Amaranta, me interesa cooperar contigo.  Si queréis vuestros leones con gusto os los proporcionare.  ¿A que os dedicas y por qué requerís de los mininos?

--Soy mujer independiente.  Estoy construyendo una taberna con el escombro del arco que vuecencia diseño.

--Ah, eso de ser mujer, y encima independiente, habla bien de vosotros.  Me hubiera encantado conocer mi obra.

--Pues ¿Por qué no va a verla?  Aunque sea en escombros le diré que impone.  Por eso quise hacerme de todo, incluso de los leones.

--Es que estoy enclaustrada.  Acaso me dejan salir cuando tengo que cobrar las rentas del convento y eso lo hago muy vigilada y con escolta.

Amaranta sonrió.

--Pos yo se mas o menos el padre nuestro.

--¿Qué insinuáis?  ¡Oh Dios!  ¡Vade retro Satanás! –se apresuró a contestar Sor Juana aunque también sonreía ampliamente.


Sunday, July 24, 2016

IV. El Monje

Texcoco 1740

Hoy duermo con facilidad
Pero tal es mi asombro
Ante esta habilidad
Que indago los sapientes
Para que me hagan bondad
De darme entendimiento
Del sueño y la realidad
Pues de ellos no distingo
Pero os hare caridad
De eximiros o lector
De lo que mi ancianidad
Me impone y si, tan solo
Hablare con fidelidad
De lo que se y que no se
Y lo que por opacidad
Conjeturo y admito
Tal vez sea falsedad.

Paciente lector, es menester que me presente. Mi nombre es Fray José Topiltzin. Soy monje juanino. Alguna vez fui caballero águila, cosa que detallare más adelante pues seguramente dudáis de lo que afirmo. Después de todo, tales guerreros se supone desaparecieron con la caída de Méjico-Tenochtitlan hace más de 200 años. Solo os pido que me concedáis el punto por ahora para poder continuar este relato. 

Hoy me desempeño como humilde enfermero en el hospital de los juaninos aquí en Texcoco. Por las heridas que sufrí de joven perdí el habla y la vista en un ojo. Luego, con los achaques de la vejez me he hecho aún más inútil pero mis hermanos juaninos generosamente me permiten servir dentro de mis capacidades.

Menester es también que esclarezca el año en curso. Aunque dudo que estas letras le lleguen a la posteridad. Escribo estos recuerdos en el año 1740 de la era cristiana. En España gobierna don Felipe V de Borbón, por cuyas venas corre la sangre del rey sol, Luis XIV.

Para gobernar el reino de la Nueva España el rey don Felipe ha designado a don Pedro de Castro Figueroa y Salazar, mariscal de campo de la infantería española y que fue designado virrey en recompensa por sus méritos en las campañas de Sicilia.

Tuvo muy mala experiencia este don Pedro en su viaje a la Nueva España. Cerca de la isla de Puerto Rico un buque de los herejes ingleses asalto la nave que transportaba a don Pedro. Este logro evadirse en un bote y llego sano y salvo a Puerto Rico aunque todo su equipaje se había perdido, incluyendo las cartas credenciales que le designaban como virrey de la Nueva España. No obstante, semanas después don Pedro logro llegar a Veracruz. De ahí le escribió al arzobispo, don Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, que fungía como virrey.  Don Juan Antonio afortunadamente era viejo amigo de don Pedro y accedió a entregarle el mando sin mayores problemas.

Para mi sorpresa una mañana se presentaron en Texcoco unos alguaciles preguntando por mí.

--Si, Fray Jose Topiltzin labora aquí de enfermero –apunto Fray Antonio, el abad del hospital de los juaninos--. ¿Por qué lo buscáis? Es ya un anciano. Lo conozco por ser sobrio y probo. Es un buen hombre y puedo atestiguar que no practica herejía alguna.

 El capitán de los alguaciles era un español de barba cerrada que portaba una toledana al cinto y un gran yelmo. Tenía una cicatriz, producto de un sablazo que un hereje le había dado en Pensacola, que le desfiguraba el rostro. Su dureza era evidente en sus modales bruscos, de soldadote, y su ceño fruncido. Su mano se encontraba posada sobre su acero. Cuatro alabarderos lo acompañaban.

--Traigo órdenes del virrey don Pedro que se presente ante él.

--¿Por qué? ¿Qué puede querer don Pedro con un humilde monje juanino?

--Mis órdenes, su señoría, son claras. Hacedme el favor de entregar a este Fray Jose Topiltzin. Y lo que quiera con él mi señor don Pedro pues son sus menesteres.

--Sabed que don Jose Topiltzin es ya un anciano. Os suplico que lo tratéis con suavidad.

--Tal hare –afirmo el capitán—no tengo razón para maltratarlo.


Fue así como fui llevado, a bordo de una carreta, y escoltado por alguaciles hasta la muy noble y señorial Ciudad de Méjico-Tenochtitlan, la cual no había visitado en décadas, para ser presentado ante el soberano de la Nueva España. Debo apuntar sin embargo que hice tal después de que el abad Fray Antonio había oído mi apresurada confesión, hecha en medio de balbuceos y quejidos pues el habla ya no la poseo, y me había dado una indulgencia plenaria pues no era remoto esperar que se me sometería a tortura por la Inquisición y que en el curso de esta moriría.

Saturday, July 23, 2016

V. El Jesuita

Ciudad de Méjico – 1740

Después de varios días de penosa travesía, bordeando el gran lago, a través de caminos malísimos llegamos a la capital.  Se me albergo en un monasterio dominico cercano a Santo Domingo.  Para mí esto era una premonición de muerte.  Ahí junto, en la Plaza de Santo Domingo, sabía yo que se alzaba el palacio del santo oficio.  Lo conocía bien.  De joven, cuando actuaba como agente de la Hermandad Blanca lo había vigilado muchas veces.  Recordé las múltiples cuerdas de presos que entraban ahí…y que aparentemente nunca salían.

Sin embargo, mi estadía con los dominicos fue sin novedad.  Se me ordeno que permaneciera en mi celda y un joven indígena, criado del monasterio, solía traerme mis alimentos y preguntaba solicito si necesitaba algo más.  El joven no sabía leer y yo no podía hablar más que balbuceos incoherentes.  Así que nos entendíamos a señas, lo cual era a veces problemático.  Espere entonces que sucediera lo que Dios dictara.  La fragilidad de mis huesos, sabía yo, no me permitiría sobrevivir mucho tiempo en el potro.

Unos días después, cuando pardeaba ya la noche, el mismo capitán de alguaciles que me escolto a la capital se presentó acompañado de sus alabarderos.  Se me cubrió la cara con una máscara y fui llevado entre el chipi chipi de la tarde en dirección al palacio de los virreyes, o por lo menos eso esperaba.  Las calles estaban vacías y se veían lóbregas.  Los pocos transeúntes que nos topaban de inmediato cambiaban de acera o hasta de dirección al ver a nuestro sequito.  No los culpo.

Pasamos junto al palacio del santo oficio.  Ahí parecía que la noche se hacía más oscura y las teas que portaban mis escoltas a duras penas alumbraban nuestro camino.  Me llevan a los calabozos pensé y murmure una plegaria.  Pero, para mi sorpresa pasamos frente a este sin detenernos.  Vide la calle donde me habían contado había muerto el rey don Lorenzo y sus compañeros el día del asalto al santo oficio.  Por supuesto no había ahí ningún monumento alusivo a su memoria.

Trastabillaba yo ya cuando se me hizo entrar a un edificio lóbrego.  Sonaron las campanas de la catedral y supe entonces que estábamos aparentemente muy cerca y detrás de esta.  Mi único ojo, acosado por las cataratas, no me permitía establecer a ciencia cierta donde me encontraba.  En el lugar abundaban los guardias y vide a varios secretarios en covachas transcribiendo oficios a la luz de cetrinas velas.  Que insistieran en trabajar aun después de la puesta del sol me asombro.  Note que todos evadían verme aunque mi cara estaba enmascarada.

El capitán de alguaciles se dirigió a una gran puerta que resguardaban dos soldados formidablemente armados y dio dos toquidos.  Una voz de hombre lo conmino a que entrara.  El capitán hizo una seña y yo entre también rodeado de los alabarderos.

Frente a mí se encontraba un hombre muy moreno, de pocas carnes, vestido a la manera de los jesuitas.  Se encontraba sentado ante un amplio y elegante escritorio tallado de caoba.  Un crucifijo de plata se posaba sobre este.  Varias velas grandes esparcían una luz mortecina en el lugar.  A si alrededor había grandes anaqueles llenos de libros y manuscritos.  Era en verdad una biblioteca magnifica y algo me recordaba a la que había visto en Puebla que fundo el obispo Palafox. 

A sus pies de pronto note con sobresalto una sombra oscura que abrió los ojos.  Estos brillaban como teas.  Oí un gruñido bajo.  Alcance a distinguir que era un gran perro.  Había algo en el animal que hizo que mi cuero cabelludo se erizara.

--Estaos quieta Zenobia –dijo el jesuita y el animal se calló aunque siguió viéndome con esos ojos fosforescentes.

El jesuita indico al capitán de los alguaciles que me sentaran frente él y me desenmascararan.  Acto seguido el capitán y sus hombres se retiraron.

--Zenobia no os gruñía a usted, don Jose –explico el hombre en un tono neutral--.  No les tiene simpatía a los alguaciles, me temo.  Ha mordido a más de uno.

Su voz tenía cierto dejo del medio oriente pero no pude identificar exactamente de dónde exactamente.  Intente agudizar la vista de mi único ojo para observarlo con detalle.  No era español ni indígena, de eso estoy seguro.  Quien lo viera pensaría que más bien era moro o judío por su nariz recia y piel cobriza y cabello ensortijado.  Si, vestía el uniforme de la Compañía de Jesús pero lo hacía con tal elegancia y don de mando que más bien recordaba a un militar de alta graduación.  Como si adivinara mi pensamiento el hombre me sonrió, mostrando una dentadura perfecta.

--Estoy al tanto de que usted no puede hablar bien –explico el hombre--.  Le aseguro que no tendré problema en entenderlo.  Mi nombre es Mendoza.  Y no, no se preocupe, mi intención no es entregarlo a la Inquisición o torturarlo.  Tan solo requiero cierta información.

Hice un esfuerzo y trate de hablar explicándole que poco sabia pero no tendría problema en decirle lo que se.  Me temo que mis balbuceos sonaban incoherentes.

--Bien, ese es buen comienzo, don Jose.  Ahora, entendámonos.  Usted fue traído aquí para hablar con el virrey, don Pedro, ¿correcto?

Asentí con la cabeza.

--Seguro le sorprende hablar con su servidor.  Déjeme explicarle.  Soy lo que llaman un hombre indispensable.  Siempre lo he sido.  Los cesares siempre requieren de nosotros.  ¿Quién cree que gobernaba a Roma cuando Adriano andaba de luto levantándole monumentos a Antinoo?  ¿O quien regulaba las finanzas de Julio II y le permitió tener superávit y contratar a los suizos?  Le podría decir que fui yo y por supuesto que vuecencia no me creería.  Pero acepte que sí, siempre hay necesidad de mi estirpe para que el Cesar gobierne.  Y si mi estirpe no está a la altura y el soberano es poltrón y no está dispuesto a remover a los que mal lo sirven pues su gobierno no prosperara o terminara en un baño de sangre.  Tal lo he visto pasar incontables veces.

El hombre sirvió dos vasos de vino.  Los probó ambos y me extendió uno.  Tome el vaso con mano trémula y bebí.  Era un vino extraordinario, como jamás había probado en mi vida. 

--Qué bueno que le gusta el vino –sonrió Mendoza sentándose otra vez tras su amplio escritorio y levantado su tarro a sus labios--.  Viene de Creta.  Hay un viñedo ahí que existe desde tiempos de Minos.  Lo planto su servidor en una ladera desde donde se puede ver el mar en lontananza.  El viento que viene desde Chipre, la isla de Afrodita, refresca y perfuma el lugar.  Fue la misma reina Pasiphae la que me pidió que lo plantara.  Y tal servicio hice, de lo que me enorgullezco.  Solo siento haber sucumbido a sus ruegos y haberle construido la vaca falsa donde se colocó cuando, poseída de la lujuria, permitió que la fecundizara el toro de Poseidón y así fue como dio a luz al Minotauro.

Sus palabras no significaban nada para mí.  Lo único que me importaba era el vino ese cuyo néctar si parecía ser de leyenda.  Me acabe el tarro y el hombre me acerco la botella y buenamente me indico que me rellenara el vaso.  Tal hice.  Si me iban a ajusticiar valdría la pena morir teniendo este vino en la panza.

Mendoza me  vio fijamente.

--El virrey don Pedro es buen hombre –continuo Mendoza--.  Ciertamente no es un Luis de Velasco pero posee sus méritos.  Es buen militar y leal al rey y razonablemente honrado.  Nadie que gobierne a la Nueva España es una blanca paloma, como usted bien lo sabe.  Así pues, me place servir a don Antonio con todo mi celo.  Esto asegura la tranquilidad del reino.  Por razones que no detallare, a su servidor no le conviene vivir en lo que los orientales llaman “tiempos interesantes”.   Hay poderes que suelen examinar con lupa los menesteres de reinos que están a punto de naufragar y tal atención no me place tener.  En suma, no, usted no hablara con don Antonio.  Hablará solamente conmigo y eso basta.

Murmure mi complacencia en ello.  Luego volví a insistir que era poco lo que yo conocía.  Para mi sorpresa mi voz, por lo general balbuceos ininteligibles como los de un mono era clara.

--Es el vino –sonrió Mendoza--.  Tiene propiedades maravillosas.  Bien, continuemos.  Déjeme decirle lo que se de usted.  Por principio, usted es hijo de don Raúl Topiltzin.  Este era el comandante del último destacamento mexica surto en la biblioteca que existía en lo alto del Monte Tlaloc.  Esta biblioteca almacenaba el Toltecayototl, o sean, 50 siglos de historia y matemáticas y astronomía y literatura de esta tierra mejicana.

Un sudor frio me invadió.

--Es inútil negar lo que afirma su señoría –conteste--.  Y ciertamente nunca negaría a mi padre.

--Eso habla bien de usted, don José.  Su padre lo mando a usted en una misión suicida.  Se supone que usted y un compañero de la Hermandad Blanca iban a sustraer a un arriero que el Inquisidor Montoya había arrestado y tenía en su casona.  

--Fue una decisión desesperada de mi padre, sí.   Pero era una orden y yo estaba dispuesto a cumplirla.  El arriero ese tenía información que pondría en peligro a la Hermandad Blanca y al Toltecayototl.  Y mi juramento, al hacerme caballero águila, era defender al Toltecayototl aun a costa de mi vida.

--Cierto.  Ese compañero lo traiciono y le dio un macanazo en la testa.

--Correcto, su señoría.  Quede tirado en un callejón adonde me arrastro el traidor.  El golpe me causo daño cerebral.  A duras penas sobreviví pero quede minusválido.

--Lo recogieron unos peregrinos que iban a la villa y notaron el arroyo de sangre que usted había derramado.  Ellos lo llevaron a un convento cercano, el de las monjas jerónimas.

--Así fue.  De no haber sido por esa casualidad habría muerto.  En el convento de las jerónimas una monja muy diestra me hizo una trepanación y ayudo a reducir la inflamación de mis sesos.  Luego aplico toda clase de cataplasmas muy efectivas pues era muy diestra en la herbolaria mejicana.

--Si, esa monja era sor Juana.

--Ese era su nombre.  Me salvo la vida al hacerlo.  En el convento me mantuvieron en el cuarto que tenían para el cuidado de los indigentes por varias semanas. 

--¿Le menciono algo sor Juana sobre el Caracol?

--Perdóneme, su señoría, no sé de qué me habla.

Mendoza me miró fijamente.

--Bien, no me está mintiendo.  ¿Sor Juana le menciono la Hermandad Blanca?

Vacile en contestar.  Pero bien sabía que sor Juana ya tenía más de 40 años de muerta.

--Le agradeceré no me niegue información –dijo Mendoza en voz baja.

--Sor Juana conocía la existencia de la Hermandad.  Conocía muy bien al rey don Lorenzo.

--Este había sido su “criado” por muchos años.  Eso no es de extrañar.

--No, sor Juana sabía que don Lorenzo era el heredero al trono de Méjico-Tenochtitlan.  Tal me lo admitió.  Y también sabía que don Lorenzo se hacía pasar por un modesto criado del convento para poder espiar a los españoles.  No tengo por qué ocultarle esto a su señoría.  Si, sor Juana sabía mucho de la existencia de la Hermandad Blanca.  Pero ya está juzgada de Dios.

--Cierto, y la hija de Apolo ya ha de estar en el Olimpo si hay justicia en los cielos.  ¿Qué le paso a usted después?

--Era inevitable que me recuperara.  Sor Juana y las monjas se la pasaban cocinando viandas deliciosas con que me alimentaban.  Nunca en mi vida he comido mejor.  Además, yo estaba joven y bien parecido.  Las novicias se peleaban por bañarme y Sor Juana tuvo que meter orden y encargarles tal tarea a unas monjas ancianas.  Eventualmente me dieron de alta aunque, como usted sabe, había perdido la vista en un ojo y el habla también.  Eventualmente regrese a Texcoco.

--Pero para ese entonces del tetzacualco y la biblioteca en lo alto del Monte Tlaloc ya no habían rastro –apunto Mendoza.

--Ninguno.  Ni los juaninos en Texcoco sabían que había pasado.  Lo que si note es que los que habían quedado ahí eran puros hermanos legos, los más bisoños.  Ninguno era caballero águila. Yo fui el último que quedó varado ahí en Texcoco.  Mi padre y el rey y el Toltecayototl habían desaparecido.  

--Momento.  El rey don Lorenzo murió en el asalto al santo oficio.

--Sí, pero su hijo, el príncipe Guadalupe había sido visto regresar con vida aunque muy mal herido.  Mi padre había asegurado que regresara.  El rumor entre los monjes era que había sido coronado sucesor de don Lorenzo.

El hombre no dijo nada por un minuto.  Creí que tarareaba una melodía en lo que pensé era griego.  La perra a sus pies había erizado sus orejas y lo veía atentamente.

--¿Y ahora, me va su señoría hacer ajusticiar? –me atreví a preguntar.

El hombre sonrió.

--No.  Creo que hay más que usted me puede contar.  No se preocupe.  No lo torturare.  Usted estuvo muy cerca de los eventos.  Los mortales no saben esto pero son capaces de discernir hechos aun si no están en el lugar que ocurren.   Tan solo es necesario que haya personas con su sangre que los atestigüen.

Sentí mis venas helar.  ¿De que hablaba este misterioso personaje?  A continuación el hombre saco un magnifico rubí que colgaba de una cadena de oro.

--Fije su vista en esta joya.  Empiece a contar del 100 hacia abajo.  El sueño lo vencerá.


En efecto, un letargo me invadió.  Sentí los dedos del hombre posarse ligeros, sin mucha presión, sobre mi frente.

Friday, July 22, 2016

VI. El Moro Resucita

Cd. de Méjico – Tenochtitlan – año de 1683

Don Anselmo Bustos, comandante del Tercio de la Nueva España caminaba entre el detritus de la batalla.  A unos metros se encontraba el palacio del santo oficio.  Frente a este, en la plaza de Santo Domingo, y en la calle que lleva a catedral había una alfombra de muertos, charcos de sangre, mojoneras de sesos e intestinos, lanzas, toledanas, cascos, miembros amputados, cabezas (algunas con un rictus de horror), banderas con la cruz de San Andrés tiradas y empapadas de sangre y también estandartes indígenas con un águila posada sobre una nopalera, las viejas armas de Méjico-Tenochtitlan.  El olor era horrible y el zumbar de las moscas era ya constante. 

--Levantad eso, carajos –ordeno don Anselmo apuntando a una de las banderas--.  Y aseguraos ese estandarte con el águila.  Sera un buen trofeo de guerra.

--Vuecencia está sangrando –apunto un sargento indicando la testa de don Anselmo que estaba costrosa con sangre.

--Es un rasguño, Suarez –dijo con desdén don Anselmo dando un escupitajo--.  Uno de esos indígenas del demonio logro darme un macanazo.

El sargento derramo alcohol sobre la herida y luego le cubrió la testa con un paliacate.  Bustos hizo un gesto molesto pero no emitió ni una queja. 

--Su señoría tiene la cabeza dura –se rio el sargento.

Bustos escupió.  Sentía jaqueca y algo de nauseas.  Era común, bien sabia, sentir tal en después de recibir esa clase de golpes.

--Esto no es nada.  En Breda los herejes casi me cosen a estocadas.

Un oficial se aproximó y lo saludo.

--Su señoría, hemos encontrado al cabecilla.  Esta muerto.

--Diantres, mostrádmelo alférez --ordeno Bustos.

El oficial lo llevo a donde era obvio había tenido lugar lo más cruento del combate.  Había montones de muertos y el andar se dificultaba por tanta tripa y seso grasoso que cubría el pavimento.

--¡Puta madre! –juro Bustos--.  ¿Todo esto lo hicieron tan solo 30 de esos desgraciados?

--Calculamos que no superaban los 50 –explico el oficial--.  Se les unieron presos que habían huido del palacio de la inquisición.

--Pelearon como leones, su señoría –admitió el sargento Suarez.

--Vale –reconoció Bustos con amargura--.  De todas maneras los mandamos al infierno.

El oficial le mostro un indígena que presentaba múltiples heridas. Sus manos todavía sostenían una macana.  Bustos lo observo con ojo clínico.  El difunto había tenido buena musculatura y era escaso de carnes.  Era ya de mediana edad y canoso y tenía los bigotes ralos típicos de los mejicanos.  Se adivinaba que en vida había tenido una nariz recia aunque esta era ahora solamente una maza sanguinolenta.  En su brazo portaba una rodela a manera de guarda.  Esta tenía el escudo de un águila sobre un nopal.  Bustos no pudo dejar de notar un esbozo de sonrisa en su cara.

--¿Así que este fue el famoso rey coyote?

--Si su señoría.

Bustos lo continúo observando.  Era una muerte digna y de admirar y hasta de envidiar, pensó el viejo soldado de los tercios de España.  Así habían muerto, le contaron, los soldados de los tercios españoles en Rocroi, dándole la cara al enemigo, con heridas de frente, y sin haber pedido o dado cuartel.

--¡Con un carajos! –juro Bustos que de pronto sintió un mareo.

Bustos había observado que uno de los dedos del difunto había sido cortado con un burdo cuchillo.  La razón era evidente para Bustos.  El muerto ha de haber poseído un anillo y alguien le corto el dedo para robárselo.

--¿Perdón, su señoría? –pregunto el oficial.

--Olvídelo, alférez –respondió Bustos con resignación apuntando a la mano del rey caído--.  Es la guerra.  Siempre ha sido así.  No respeta ni a los muertos.  Y me temo que tendré que hacerle más injuria aunque fue un adversario de valía.  Carajos, hombre así me hubiera gustado conocer en vida.  En fin, cortadle la cabeza.  Es menester que cuelgue de una de las esquinas del palacio del virrey.  Así sabrán los indígenas que este fulano ha muerto.

--¡Ea!  --exclamo uno de los soldados del tercio de la Nueva España--.  ¡Aquí hay uno vivo!

--¿Y qué esperáis para rematarlo? –dijo Bustos acercándose.

--Es que no es un indígena, su señoría. 

En efecto, cuando unos criados indígenas del tercio estaban levantando los cadáveres para llevarlos a cremar habían visto como uno de los “muertos” alzo una mano y maldijo en español.

--Se ve bastante muerto –dijo Bustos poniéndole la punta de su toledana en la garganta--.  A ver, despierte amigo e identifíquese.

El hombre abrió los ojos de repente al sentir la punta aguda de la toledana en su garganta.  Su sobresalto era evidente.  Bustos retiro su espada pero lo siguió observando de cerca. 

--¡Tengo una sed del diablo! –afirmo el hombre con el acento de los peninsulares--.  Si sois cristianos dadme vino con un carajo.

El fulano tenía una herida de pica en un brazo y esta era un arma de uso común en el tercio, lo cual se le hizo sospechoso a Bustos.  También presentaba contusiones y tenía la boca hinchada por un golpe contundente.  Por otra parte, el fulano, aunque muy moreno, vestía como un gentilhombre aunque su traje presentaba toda clase de desgarres y en partes estaba ennegrecido por la pólvora. La camisa estaba empapada de sangre. En su mano derecha todavía sostenía una toledana aunque esta estaba rota.  Algo había en el fulano que el fino instinto de Bustos lo llevaba a desconfiar.  Bustos le hizo una señal al sargento Suarez y este le dio a beber de una cantimplora.

--¿Quién es usted?  ¿Qué diablos estaba haciendo aquí? –rugió Bustos.

--Soy Pedro de Santa Cruz, cristiano viejo recién llegado a la Nueva España –contesto el moro con su boca todavía sangrando--.  Me atrapo el tumulto y me tuve que defender de estos indígenas del demonio.  ¡Y deje de tratar de intimidarme con esa espada!  ¡Se me conoce muy bien en la corte!  ¡Si es necesario me quejare ante la reina misma!

--¡Ese cabrón miente! –exclamo el sosteniente Torres que había hecho acto de presencia.

--¿Y usted quien carajos es? –volvió a rugir Bustos viendo con recelo a Torres al que nunca en su vida había visto antes.

El sosteniente Torres hizo un esfuerzo por pararse derechito e hizo una semblanza de saludo militar a Bustos.  Este a su vez lo miraba con desconfianza.  Torres era obviamente un indígena.  Y estaba acusando a quien era evidentemente un español y tal vez gentilhombre.

--Mi nombre es Hipólito Torres, sosteniente PGR de los guardias del santo oficio.

--¿PGR?  --contesto Bustos con sorna-- ¿Qué diablos es eso de PGR?

--Por Gracia del Rey, su señoría.  Le repito, soy de los guardias del santo oficio.

--En tal caso probablemente sois un cobarde –le espeto Bustos--.  Dejasteis caer el edificio.

--A todo esto, ¿me puedo ir? –pregunto el moro--.  Yo iba camino a Michoacán pues recibí una encomienda del mismo rey cuando me encontré en medio de este alboroto.

--¡Usted no se va a ningún lado! –juro Bustos.

--¡No lo deje ir su señoría! –chillo Torres apuntando al moro--.  ¡Este fulano y ese energúmeno del rey coyote entraron a saco al santo oficio encabezando una horda de diez mil indios caníbales!

--¡Alférez Sáenz! –rugió Bustos.

--¡Ordene su señoría!

--¡Arreste y ponga en grilletes a estos dos infelices!

--¡Usted no sabe con quién trata! –protesto el moro.

--¡Callaos u os hare callar!  --rugió Bustos cuyo dolor de cabeza se había incrementado en forma extraordinaria--.  Tenéis una pinta de converso que no podéis con ella.  ¡Me cago en Cristo si no habéis tenido un ancestro que no comía tocino!

--¡Que soy cristiano viejo carajo!  --insistió el moro.

--No le haga caso, patroncito –añadió el sosteniente--.  Este desgraciado era uña y carne con los indios levantiscos esos.

--¡Que os calléis carajo! --grito Bustos dándole un sopapo a Torres--.  ¡Lleváoslos Sáenz!

Y entre golpes y protestas de inocencia la soldadesca se llevó al moro y al sosteniente.

Bustos se sentó pesadamente en unos pedestales de las murallas del palacio del santo oficio.  Esta piedra consistía de una piedra labrada con motivos indígenas, obviamente había sido parte de algún palacio mexica o tal vez del mismo templo mayor.  Bustos dejo salir un pedo estridente y oloroso mientras sostenía su cabeza adolorida.  Un ayudante le paso una bota y eso medio ayudo a sus dolores.

Bustos sostenía sus manos en su sien esperando a que pasara el ataque de nauseas que tenía.

--Su señoría –le increpo una voz masculina.

Bustos alzo sus ojos.  Ante él se encontraba un indígena alto, cobrizo, delgado, con nariz aguileña, un par de lentes como los del virrey Mendoza, y que portaba el hábito de un jesuita.

--¿Quién sois…padre? –pregunto con recelo Bustos.

--Mi nombre es Josef Rubio.  Sirvo al arzobispo.

--¿Qué noticia hay de su excelencia?

--Se encuentra a salvo, en Coyoacan.  Siento molestaros en estos momentos pero esto es importante.  Decidme, ¿habéis encontrado un libro?

Bustos casi vomito de la náusea.

--Padre, no sé de qué diablos me habla –contesto Bustos con impaciencia--.  Hicimos una matazón.  Usted lo vide aquí.

Rubio se le quedo mirando fijamente como observando al soldadote.  Luego produjo un frasco y lo abrió.

--Oled esto.

Bustos hizo tal obteniendo inmediato remedio a su nausea

--¿Qué es esto?

--Tan solo alcanfor con algunas hierbas del monte –explico Rubio--.  Os aconsejo que busquéis de inmediato curación.  Tal vez necesitareis una trepanación.

--¡Válgame Dios, soy hombre muerto!

--No, idos al convento de las jerónimas.  Sor Juana es excelente cirujana.  Ella os puede hacer la trepanación y no os dejara idiota.  Quedaos con el bote.  Os ayudara mientras tanto.

--Padre, no tengo idea de que libro habla vuecencia –admitió Bustos, su voz ahora menos tosca.

--Bien.  ¿Acaso habéis arrestado o encontrado el cadáver de un francés?

--¿Un francés?  He visto muchos muertos, padre.  Pero una vez muertos no sabría distinguirlos por su nacionalidad.

--Hablo de un europeo de buena planta, algo afeminado y elegantemente vestido.

--No padre, aquí solo he visto los muertos del rey coyote y los de mi tercio.

--Bien, ¿me permitiréis entrar al santo oficio entonces? –pregunto Rubio.

--Si padre.  ¡Sáenz!  Dadle escolta al padre aquí y que entre y busque su libro y su francés.  Ah, y buscadme una carreta y llevadme con las jerónimas que no me puedo sostener ya en pie.

Rubio, escoltado por unos soldados del tercio de la Nueva España, penetro al recinto.  Las paredes estaban manchadas de sangre e incrustadas con sesos.  Había ya nubes de moscas zumbando sobre los charcos de sangre.  Rubio hizo la señal de la cruz ante varios difuntos que se iba encontrando.

Así llego Rubio hasta la oficina del inquisidor Montoya.  Había pedazos de papel de amate con glifos derramados por todas partes.  Estos los recogió Rubio con cierta reverencia.  Luego abrió los cajones del gran escritorio y busco en los anaqueles sin éxito.  El Caracol no parecía estar ahí.


Rubio maldijo quedamente y salió del recinto.