Ciudad
de Méjico – Tenochtitlan – 1683
Aramis,
envuelto en la oscuridad, contemplo al gentilhombre (“don Filoteo”) que, con
suma facilidad, logro entrar en el convento.
--Ese
fulano a cornamentar a Cristo se avoca. Y la infidelidad de una monja la ira
del cielo no provoca.
Ahora
bien, vos estimado lector habéis de estar enterado que en novelas
calenturientas como esta se enfatiza la facilidad con que el muro de un convento
es saltado. No parece ser gran cosa que un Tenorio a una doña
Inés
extraiga sin ser detectado. Así pues, Aramis pronto dentro del convento
caminaba. El lugar, sin embargo, es un laberinto y Aramis no sabía dónde Sor
Juana se encontraba. Aramis perdió mucho tiempo buscando. Y encontró solo
jóvenes novicias dormitando.
Seguramente,
pensó Aramis, la monja tendría aposentos de acuerdo a su jerarquía. Así pues,
Aramis subió a los pisos superiores con prisa, pues sabía que pronto amanecía.
Aramis abrió otros claustros pero solo monjas ancianas contenían. Oyó entonces
pasos que de un pasillo venían. El jesuita se escondió en las sombras y observo
a una jerónima que iba una cacerola portando. Esta entro a un cuarto y Aramis
alcanzo a oír a mujeres dialogando.
--Sor Juana, ¿por qué me dejasteis de tan de repente? Me tratáis cruelmente.
--Cate, mi amor, que a hacer este elixir me había comprometido.
Aramis oyó como una ventana se abrió.
--Es
necesario que este elixir se vaya poco a poco enfriando. Listo, mi amor, sabed
que esta sustancia es peligrosa.
--Apresuraos,
que estoy amorosa.
Aramis oyó como unas ropas se quitaron apresuradamente. El jesuita entonces abrió la puerta levemente.
--Ah,
ahí están las ropas del gentilhombre que me procedió –observo Aramis--. Y el
fulano con estas dos monjas un menage a trois urdió. No me esperaba esta
complicación. Si por mí fuera no le daría la muerte sino mi felicitación. No
soy cruel, dejare que la pasión suba a punto de ebullición. Solo entonces,
cuando estén los tres en la petit mort, la verdadera muerte les daré. Mientras
aquí en las sombras esperare.
En
efecto, pronto los sonidos que del cuarto confirmaron que la petit mort
rondaba. Aramis, a su vez, sus dos espadas desnudaba.
Entro
Aramis violentamente y sus dos espadas blandía. El jesuita clausuro la puerta
asegurando que nadie se escaparía.
Tremenda
sorpresa fue la que llevaron todos, las mujeres y Aramis, ante lo que
contemplaban. El jesuita observo dos mujeres gemelas, hermosas y desnudas, que
en amarse, sin hombre a la vista, se ocupaban. Sor Juana y Amaranta vieron a un
energúmeno cuyas espadas desnudas la muerte anunciaban.
--¡No
gritéis! ¡No atraigáis la atención! –dijo Sor Juana poniéndole a Amaranta una
mano en la boca--. ¿Y vos, quien os manda? ¿La Inquisición? Os suplico que mi
amante no sea participe en mi perdición.
--No,
el vaticano me encargo vuestra muerte –dijo sin entusiasmo Aramis--. Y como vos
sois idénticas y no se cual es Sor Juana, ambas tendrán la misma suerte.
--¡Y
vos sabéis donde vuestra espada meterte! –exclamo furibunda Amaranta mientras
le aventaba una almohada al jesuita y luego sobre él se abalanzaba.
Para
Aramis la reacción fue automática. Desviar la almohada y luego ensartar su
espada en Amaranta fue cosa de un instante. La moza cayo exánime a los pies del
jesuita.
Pero
Aramis no pudo evitar que Sor Juana le derramara la cacerola hirviendo.
--¡Merde!
–grito el jesuita.
--¡Si
me vais a matar hacedlo ya que quiero con ella fallecer! –contesto Sor Juana
abrazando a Amaranta.
--¡Mon
Dieu! ¡Me mareo! ¡No me puedo sostener! –exclamo Aramis dejando sus espadas
caer.
--¡Santo
cielo! ¡La pócima para el moro estaba muy fuerte! ¡Se me paso la mano! ¡Y tan
fuerte es que por la piel le ha penetrado!
--¡Oh
Dios! ¡Me habéis envenenado! –exclamo Aramis cayendo de rodillas.
--¡Callaos
desgraciado! –exclamo Sor Juana mientras le daba a Aramis tremendo golpe en la
testa con la olla.
Sor
María entro de súbito.
--Sor Juana ¿estáis bien? Gritos había escuchado.
Sor
Juana había vestido sus hábitos apresuradamente y contra la herida de Amaranta
un trapo aplicaba.
--Ayudadme,
Sor María, hay que evitar el sangrado.
--¡Oh dios! ¿Y quién es ese fulano? ¿Lo habéis matado?
--Olvidadlo.
Llevemos a Amaranta a la sala de curación. Y, Sor María, confió en vuestra
discreción.
Fue
con grandes trabajos y mucha fortuna que Sor Juana y Sor María lograron llevar
a Amaranta así desnuda como estaba hasta la sala de curación.
--Apenas
respira, Sor Juana. ¿Desea que llame al confesor?
--No,
ese hombre necio no sirve ni para censor.
Sor
Juana comenzó a examinar la herida. Al darse cuenta de su profundidad se le
escapo una maldición.
--¿Se
nos muere? –pregunto Sor María persignándose.
--Aparentemente el Santísimo así lo quiere –afirmo Sor Juana con amargura.
Se
oyó tocar en la puerta que daba a la sala de recibir.
--Dejadme
entrar –se oyó una voz de mujer demandar--. Yo la vida le puedo restaurar.
A
una señal de Sor Juana Sor María abrió y Citlaltzin entro acompañada de Josef
Rubio.
--Intuyo, por esa herida hecha con arma punzante, que de esto Aramis es el causante –dijo Rubio viendo a Amaranta agonizando.
--¿Quiénes
sois y que deseáis aquí? –pregunto con hostilidad Sor Juana.
--Luego
–la interrumpió Citlaltzin--. ¿Deseáis que ella viva?
--¡Si!
¡Salvarla está más allá de mis luces y ella ya es de la muerte cautiva!
Citlaltzin derramo un líquido en la herida y en la boca de Amaranta.
--¿Qué
es eso? ¿El filtro de Fierabras?
--Callaos –respondió Amaranta mientras empezó a rezar en mexicano.
--La
Mictlacihuatl demanda un pago –explico Citlaltzin.
--¿Un
sacrificio? ¡Con gusto lo hago! –respondió Sor Juana.
--Ofreceréis sangre y cosas me revelareis –dijo Citlaltzin extendiendo la mano de Sor Juana y poniendo la punta de un cuchillo de obsidiana en la palma de la monja.
--¡Sor
Juana! ¡Amaranta esta agonizante! –exclamo Sor María.
--Adelante
–indico Sor Juana--. Dadles a los dioses mi sangre.
Rubio
se ocupó en aplicarle los santos oleos a la moza. La sangre de Sor Juana
comenzó a caer sobre una taza de copal que Citlaltzin sostenía. Un viento
súbitamente abrió las claraboyas de la sala de curación. Una fragancia de
flores de la manigua penetro en la habitación.
--Veo
el recinto que de los reyes de Culhuacan es su tumba –dijo Citlaltzin.
--Yo sé dónde está esa catacumba –explico Sor Juana--. Es en el cerro de la estrella, el Huizachtecatl, en sus entrañas. Si me lo hubierias preguntado no tendríais necesidad de mi sangre derramar.
--No,
sangre es lo que los dioses por la vida de ella os quieren reclamar –dijo
Citlaltzin apuntando a Amaranta.
La moza comenzó a toser y luego intento incorporarse y viendo con asombro a los desconocidos. Apiadándose de su desnudez, Sor María la vistió en una bata.
--Esta
incólume –anuncio Rubio.
--El sacrificio la ha salvado –dijo Citlaltzin.
--¿Y
Aramis? --pregunto Rubio--. ¿Dónde está el desgraciado?
--Si
tal es su nombre en mi claustro lo encontrareis y estara tal vez muerto o
desmayado –indico Sor Juana.
Se
oyeron entonces unos gritos que venían del interior del convento.
--¿Por
qué tanto escándalo y grito? --pregunto Rubio.
--¡Es
que ya resucito el maldito! –concluyo Sor Juana.
Armadas con palos y escobas, Sor Juana, Sor María, y Citlaltzin (Rubio, por su condición de hombre, fue excluido) penetraron en el interior del convento buscando al jesuita.
--¡Por
ahí anda el bribón! –una monja anciana muy alterada indico--. Es el mismo
diablo el cabrón. Y con su guapura me quiso tentar.
--Enciérrese bien Sor Dolores –indico Sor Juana dulcemente-- para que no haya algo que lamentar.
Las mujeres encontraron una ventana que había sido forzada abierta.
--Es
una buena altura –observo Sor Juana.
--Pero
ese árbol amortiguo su caída –apunto Citlaltzin--. Sea, el bribón se nos ha
escapado. Y Sor Dolores parece que quisiera que con ella se hubiera quedado.
--Sea
–se rio Sor Juana y luego jalo a Citlaltzin a un lado--. ¿Podría vuecencia
conmigo sincerarse?
--Os
advierto que hay conocimientos herméticos que no deben revelarse –respondió la
bruja.
--Lo
entiendo. Pero algo tengo por cierto. El Huizachtecatl es un volcán muerto.
Ningún recinto contiene. Tal Don Carlos de Sigüenza me lo ha atestiguado.
--Sin embargo vos habéis ese recinto visitado.
--No
lo niego pero no os revelare las cosas que ahí he presenciado.
--No,
jamás lo hagáis. El recinto no por cualquier mortal puede ser penetrado.
--Algo hay ahí que os ha interesado –murmuro Sor Juana.
Por unos momentos Citlaltzin no dijo palabra.
--En verdad sois poderosa si al recinto entrasteis. Muchas cosas ahí seguro encontrasteis. Josef y yo la Xiuhcoatl buscamos y ahora estoy segura que en el recinto esta fue puesta.
--¿La Xiuhcoatl? No funciono y para los mexicas fue funesta.
--Con
la Xiuhcoatl el mismo Huitzilopochtli a su hermana, Coyolxauhqui, combatió.
Armado con ella el mejor guerrero mexica, Tizoc por nombre, contra el mismo
Malinche (Cortes) en Otumba arremetió. Los de Castilla caían todos muertos
cuando a Tizoc se le oponían. Y el guerrero seguía en pie aun a pesar de los
alfanjes que lo herían. Tizoc abría surco entre las filas de Castilla. El
guerrero pronto ante Malinche estuvo a tiro de cuchilla. El peninsular lo
aguardaba sereno con su toledana en la mano. Y pronto la lucha inicio con el
mexicano.
--¡Santo
Dios! De haber muerto Cortes el imperio mexicano no hubiera sido conquistado.
Más en ninguna crónica el resultado de esa justa es mencionado.
--Bernal
Díaz del Castillo solo menciona las serias heridas que Malinche sufrió. Y como
lo que quedaba de los de Castilla en Tlaxcala albergue encontró. Mas Tizoc mi
sangre llevaba. Y en mi familia su historia se preservaba. Tizoc murió con la
Xiuhcoatl blandiendo. Se desangro justamente cuando a Malinche estaba venciendo.
--¿Qué
hay en esa arma que os incita?
--Sor
Juana –las interrumpió María--. Amaranta la solicita.
Encontró
Sor Juana a Amaranta ya vestida y calzada. Al abrazarla, sin embargo, por esta
fue rechazada.
--¿Qué
os pasa? ¿Acaso os he ofendido?
--Es
que muchas cosas este día he comprendido.
--No
os entiendo.
--Hoy
pase de la muerte a la vida y de la pena a la gloria. La Mictlacihuatl fue
robada de su victoria cuando Dios y yo la paz habíamos hecho. Iba ya rumbo a
Mictlan cuando se interrumpió mi trecho. Me encontré de regreso en la pena y en
la vida. Y concluí, con mente serena, que nuestra unión no podía ser sostenida.
--¿Dudáis de mi sentimientos acaso?
--No. Yo di testimonio de los míos recibiendo del tal Aramis un alfilerazo.
--¿Habláis
de testimonios? –dijo Sor Juana mostrándole su mano aun sangrante--. Yo mi alma
condene comprando con mi sangre vuestra vida a los demonios. ¿Si vuestro amor
pretendo por qué, o ingrata, al buscaros os ofendo?
Por un momento ambas mujeres se contemplaron. Luego ambas sus ojos evitaron. Amaranta, sin decir más palabra, se dirigió a la salida.
--Dejadla ir –dijo Citlaltzin apareciéndose y sonriéndole sugestivamente a Sor Juana--. Su ardor forjo un ídolo y por su deidad de amor enloqueció. Yo puedo daros más que lo que ella os ofreció.
--Retiraos
por favor –le suplico Sor Juana--. Tengo una pócima que rehacer.
--Seguro
nos volveremos a ver –dijo Ciltlaltzin dándole un beso en la mejilla.
A
unas cuadras Aramis observaba como Rubio mandaba a sus hombres a formar un cerco
alrededor del convento. La cara del jesuita tenía un rictus de dolor. A duras
penas había llegado renqueando adonde aguardaba su alazán. Y tenía un tremendo
chichón en la testa.
--Demasiado
tarde, caballeros –dijo Aramis espoleando su alazán--. Con facilidad os
eludiré. Bien sea el obispo o Belcebú, pero a alguien por estos dolores
cobrare.
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