Thursday, July 7, 2016

XXI. El Atentado

Ciudad de Méjico – Tenochtitlan – 1683

Aramis, envuelto en la oscuridad, contemplo al gentilhombre (“don Filoteo”) que, con suma facilidad, logro entrar en el convento.

--Ese fulano a cornamentar a Cristo se avoca. Y la infidelidad de una monja la ira del cielo no provoca.

Ahora bien, vos estimado lector habéis de estar enterado que en novelas calenturientas como esta se enfatiza la facilidad con que el muro de un convento es saltado. No parece ser gran cosa que un Tenorio a una doña
Inés extraiga sin ser detectado. Así pues, Aramis pronto dentro del convento caminaba. El lugar, sin embargo, es un laberinto y Aramis no sabía dónde Sor Juana se encontraba. Aramis perdió mucho tiempo buscando. Y encontró solo jóvenes novicias dormitando.

Seguramente, pensó Aramis, la monja tendría aposentos de acuerdo a su jerarquía. Así pues, Aramis subió a los pisos superiores con prisa, pues sabía que pronto amanecía. Aramis abrió otros claustros pero solo monjas ancianas contenían. Oyó entonces pasos que de un pasillo venían. El jesuita se escondió en las sombras y observo a una jerónima que iba una cacerola portando. Esta entro a un cuarto y Aramis alcanzo a oír a mujeres dialogando.

--Sor Juana, ¿por qué me dejasteis de tan de repente? Me tratáis cruelmente.

--Cate, mi amor, que a hacer este elixir me había comprometido.

Aramis oyó como una ventana se abrió.

--Es necesario que este elixir se vaya poco a poco enfriando. Listo, mi amor, sabed que esta sustancia es peligrosa.

--Apresuraos, que estoy amorosa.

Aramis oyó como unas ropas se quitaron apresuradamente. El jesuita entonces abrió la puerta levemente.

--Ah, ahí están las ropas del gentilhombre que me procedió –observo Aramis--. Y el fulano con estas dos monjas un menage a trois urdió. No me esperaba esta complicación. Si por mí fuera no le daría la muerte sino mi felicitación. No soy cruel, dejare que la pasión suba a punto de ebullición. Solo entonces, cuando estén los tres en la petit mort, la verdadera muerte les daré. Mientras aquí en las sombras esperare.

En efecto, pronto los sonidos que del cuarto confirmaron que la petit mort rondaba. Aramis, a su vez, sus dos espadas desnudaba.

Entro Aramis violentamente y sus dos espadas blandía. El jesuita clausuro la puerta asegurando que nadie se escaparía.

Tremenda sorpresa fue la que llevaron todos, las mujeres y Aramis, ante lo que contemplaban. El jesuita observo dos mujeres gemelas, hermosas y desnudas, que en amarse, sin hombre a la vista, se ocupaban. Sor Juana y Amaranta vieron a un energúmeno cuyas espadas desnudas la muerte anunciaban.

--¡No gritéis! ¡No atraigáis la atención! –dijo Sor Juana poniéndole a Amaranta una mano en la boca--. ¿Y vos, quien os manda? ¿La Inquisición? Os suplico que mi amante no sea participe en mi perdición.

--No, el vaticano me encargo vuestra muerte –dijo sin entusiasmo Aramis--. Y como vos sois idénticas y no se cual es Sor Juana, ambas tendrán la misma suerte.

--¡Y vos sabéis donde vuestra espada meterte! –exclamo furibunda Amaranta mientras le aventaba una almohada al jesuita y luego sobre él se abalanzaba.

Para Aramis la reacción fue automática. Desviar la almohada y luego ensartar su espada en Amaranta fue cosa de un instante. La moza cayo exánime a los pies del jesuita.

Pero Aramis no pudo evitar que Sor Juana le derramara la cacerola hirviendo.

--¡Merde! –grito el jesuita.

--¡Si me vais a matar hacedlo ya que quiero con ella fallecer! –contesto Sor Juana abrazando a Amaranta.

--¡Mon Dieu! ¡Me mareo! ¡No me puedo sostener! –exclamo Aramis dejando sus espadas caer.

--¡Santo cielo! ¡La pócima para el moro estaba muy fuerte! ¡Se me paso la mano! ¡Y tan fuerte es que por la piel le ha penetrado!

--¡Oh Dios! ¡Me habéis envenenado! –exclamo Aramis cayendo de rodillas.

--¡Callaos desgraciado! –exclamo Sor Juana mientras le daba a Aramis tremendo golpe en la testa con la olla.

Sor María entro de súbito.

--Sor Juana ¿estáis bien? Gritos había escuchado.

Sor Juana había vestido sus hábitos apresuradamente y contra la herida de Amaranta un trapo aplicaba.

--Ayudadme, Sor María, hay que evitar el sangrado.

--¡Oh dios! ¿Y quién es ese fulano? ¿Lo habéis matado?

--Olvidadlo. Llevemos a Amaranta a la sala de curación. Y, Sor María, confió en vuestra discreción.

Fue con grandes trabajos y mucha fortuna que Sor Juana y Sor María lograron llevar a Amaranta así desnuda como estaba hasta la sala de curación.

--Apenas respira, Sor Juana. ¿Desea que llame al confesor?

--No, ese hombre necio no sirve ni para censor.

Sor Juana comenzó a examinar la herida. Al darse cuenta de su profundidad se le escapo una maldición.

--¿Se nos muere? –pregunto Sor María persignándose.

--Aparentemente el Santísimo así lo quiere –afirmo Sor Juana con amargura.

Se oyó tocar en la puerta que daba a la sala de recibir.

--Dejadme entrar –se oyó una voz de mujer demandar--. Yo la vida le puedo restaurar.

A una señal de Sor Juana Sor María abrió y Citlaltzin entro acompañada de Josef Rubio.

--Intuyo, por esa herida hecha con arma punzante, que de esto Aramis es el causante –dijo Rubio viendo a Amaranta agonizando.

--¿Quiénes sois y que deseáis aquí? –pregunto con hostilidad Sor Juana.

--Luego –la interrumpió Citlaltzin--. ¿Deseáis que ella viva?

--¡Si! ¡Salvarla está más allá de mis luces y ella ya es de la muerte cautiva!

Citlaltzin derramo un líquido en la herida y en la boca de Amaranta.

--¿Qué es eso? ¿El filtro de Fierabras?

--Callaos –respondió Amaranta mientras empezó a rezar en mexicano.

--La Mictlacihuatl demanda un pago –explico Citlaltzin.

--¿Un sacrificio? ¡Con gusto lo hago! –respondió Sor Juana.

--Ofreceréis sangre y cosas me revelareis –dijo Citlaltzin extendiendo la mano de Sor Juana y poniendo la punta de un cuchillo de obsidiana en la palma de la monja.

--¡Sor Juana! ¡Amaranta esta agonizante! –exclamo Sor María.

--Adelante –indico Sor Juana--. Dadles a los dioses mi sangre.

Rubio se ocupó en aplicarle los santos oleos a la moza. La sangre de Sor Juana comenzó a caer sobre una taza de copal que Citlaltzin sostenía. Un viento súbitamente abrió las claraboyas de la sala de curación. Una fragancia de flores de la manigua penetro en la habitación.

--Veo el recinto que de los reyes de Culhuacan es su tumba –dijo Citlaltzin.

--Yo sé dónde está esa catacumba –explico Sor Juana--. Es en el cerro de la estrella, el Huizachtecatl, en sus entrañas. Si me lo hubierias preguntado no tendríais necesidad de mi sangre derramar.

--No, sangre es lo que los dioses por la vida de ella os quieren reclamar –dijo Citlaltzin apuntando a Amaranta.

La moza comenzó a toser y luego intento incorporarse y viendo con asombro a los desconocidos. Apiadándose de su desnudez, Sor María la vistió en una bata.

--Esta incólume –anuncio Rubio.

--El sacrificio la ha salvado –dijo Citlaltzin.

--¿Y Aramis? --pregunto Rubio--. ¿Dónde está el desgraciado?

--Si tal es su nombre en mi claustro lo encontrareis y estara tal vez muerto o desmayado –indico Sor Juana.

Se oyeron entonces unos gritos que venían del interior del convento.

--¿Por qué tanto escándalo y grito? --pregunto Rubio.

--¡Es que ya resucito el maldito! –concluyo Sor Juana.

Armadas con palos y escobas, Sor Juana, Sor María, y Citlaltzin (Rubio, por su condición de hombre, fue excluido) penetraron en el interior del convento buscando al jesuita.

--¡Por ahí anda el bribón! –una monja anciana muy alterada indico--. Es el mismo diablo el cabrón. Y con su guapura me quiso tentar.

--Enciérrese bien Sor Dolores –indico Sor Juana dulcemente-- para que no haya algo que lamentar.

Las mujeres encontraron una ventana que había sido forzada abierta.

--Es una buena altura –observo Sor Juana.

--Pero ese árbol amortiguo su caída –apunto Citlaltzin--. Sea, el bribón se nos ha escapado. Y Sor Dolores parece que quisiera que con ella se hubiera quedado.

--Sea –se rio Sor Juana y luego jalo a Citlaltzin a un lado--. ¿Podría vuecencia conmigo sincerarse?

--Os advierto que hay conocimientos herméticos que no deben revelarse –respondió la bruja.

--Lo entiendo. Pero algo tengo por cierto. El Huizachtecatl es un volcán muerto. Ningún recinto contiene. Tal Don Carlos de Sigüenza me lo ha atestiguado.

--Sin embargo vos habéis ese recinto visitado.

--No lo niego pero no os revelare las cosas que ahí he presenciado.

--No, jamás lo hagáis. El recinto no por cualquier mortal puede ser penetrado.

--Algo hay ahí que os ha interesado –murmuro Sor Juana.

Por unos momentos Citlaltzin no dijo palabra.

--En verdad sois poderosa si al recinto entrasteis. Muchas cosas ahí seguro encontrasteis. Josef y yo la Xiuhcoatl buscamos y ahora estoy segura que en el recinto esta fue puesta.

--¿La Xiuhcoatl? No funciono y para los mexicas fue funesta.

--Con la Xiuhcoatl el mismo Huitzilopochtli a su hermana, Coyolxauhqui, combatió. Armado con ella el mejor guerrero mexica, Tizoc por nombre, contra el mismo Malinche (Cortes) en Otumba arremetió. Los de Castilla caían todos muertos cuando a Tizoc se le oponían. Y el guerrero seguía en pie aun a pesar de los alfanjes que lo herían. Tizoc abría surco entre las filas de Castilla. El guerrero pronto ante Malinche estuvo a tiro de cuchilla. El peninsular lo aguardaba sereno con su toledana en la mano. Y pronto la lucha inicio con el mexicano.

--¡Santo Dios! De haber muerto Cortes el imperio mexicano no hubiera sido conquistado. Más en ninguna crónica el resultado de esa justa es mencionado.

--Bernal Díaz del Castillo solo menciona las serias heridas que Malinche sufrió. Y como lo que quedaba de los de Castilla en Tlaxcala albergue encontró. Mas Tizoc mi sangre llevaba. Y en mi familia su historia se preservaba. Tizoc murió con la Xiuhcoatl blandiendo. Se desangro justamente cuando a Malinche estaba venciendo.

--¿Qué hay en esa arma que os incita?

--Sor Juana –las interrumpió María--. Amaranta la solicita.

Encontró Sor Juana a Amaranta ya vestida y calzada. Al abrazarla, sin embargo, por esta fue rechazada.

--¿Qué os pasa? ¿Acaso os he ofendido?

--Es que muchas cosas este día he comprendido.

--No os entiendo.

--Hoy pase de la muerte a la vida y de la pena a la gloria. La Mictlacihuatl fue robada de su victoria cuando Dios y yo la paz habíamos hecho. Iba ya rumbo a Mictlan cuando se interrumpió mi trecho. Me encontré de regreso en la pena y en la vida. Y concluí, con mente serena, que nuestra unión no podía ser sostenida.

--¿Dudáis de mi sentimientos acaso?

--No. Yo di testimonio de los míos recibiendo del tal Aramis un alfilerazo.

--¿Habláis de testimonios? –dijo Sor Juana mostrándole su mano aun sangrante--. Yo mi alma condene comprando con mi sangre vuestra vida a los demonios. ¿Si vuestro amor pretendo por qué, o ingrata, al buscaros os ofendo?

Por un momento ambas mujeres se contemplaron. Luego ambas sus ojos evitaron. Amaranta, sin decir más palabra, se dirigió a la salida.

--Dejadla ir –dijo Citlaltzin apareciéndose y sonriéndole sugestivamente a Sor Juana--. Su ardor forjo un ídolo y por su deidad de amor enloqueció. Yo puedo daros más que lo que ella os ofreció.

--Retiraos por favor –le suplico Sor Juana--. Tengo una pócima que rehacer.

--Seguro nos volveremos a ver –dijo Ciltlaltzin dándole un beso en la mejilla.

A unas cuadras Aramis observaba como Rubio mandaba a sus hombres a formar un cerco alrededor del convento. La cara del jesuita tenía un rictus de dolor. A duras penas había llegado renqueando adonde aguardaba su alazán. Y tenía un tremendo chichón en la testa.

--Demasiado tarde, caballeros –dijo Aramis espoleando su alazán--. Con facilidad os eludiré. Bien sea el obispo o Belcebú, pero a alguien por estos dolores cobrare.


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