Sunday, July 24, 2016

IV. El Monje

Texcoco 1740

Hoy duermo con facilidad
Pero tal es mi asombro
Ante esta habilidad
Que indago los sapientes
Para que me hagan bondad
De darme entendimiento
Del sueño y la realidad
Pues de ellos no distingo
Pero os hare caridad
De eximiros o lector
De lo que mi ancianidad
Me impone y si, tan solo
Hablare con fidelidad
De lo que se y que no se
Y lo que por opacidad
Conjeturo y admito
Tal vez sea falsedad.

Paciente lector, es menester que me presente. Mi nombre es Fray José Topiltzin. Soy monje juanino. Alguna vez fui caballero águila, cosa que detallare más adelante pues seguramente dudáis de lo que afirmo. Después de todo, tales guerreros se supone desaparecieron con la caída de Méjico-Tenochtitlan hace más de 200 años. Solo os pido que me concedáis el punto por ahora para poder continuar este relato. 

Hoy me desempeño como humilde enfermero en el hospital de los juaninos aquí en Texcoco. Por las heridas que sufrí de joven perdí el habla y la vista en un ojo. Luego, con los achaques de la vejez me he hecho aún más inútil pero mis hermanos juaninos generosamente me permiten servir dentro de mis capacidades.

Menester es también que esclarezca el año en curso. Aunque dudo que estas letras le lleguen a la posteridad. Escribo estos recuerdos en el año 1740 de la era cristiana. En España gobierna don Felipe V de Borbón, por cuyas venas corre la sangre del rey sol, Luis XIV.

Para gobernar el reino de la Nueva España el rey don Felipe ha designado a don Pedro de Castro Figueroa y Salazar, mariscal de campo de la infantería española y que fue designado virrey en recompensa por sus méritos en las campañas de Sicilia.

Tuvo muy mala experiencia este don Pedro en su viaje a la Nueva España. Cerca de la isla de Puerto Rico un buque de los herejes ingleses asalto la nave que transportaba a don Pedro. Este logro evadirse en un bote y llego sano y salvo a Puerto Rico aunque todo su equipaje se había perdido, incluyendo las cartas credenciales que le designaban como virrey de la Nueva España. No obstante, semanas después don Pedro logro llegar a Veracruz. De ahí le escribió al arzobispo, don Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, que fungía como virrey.  Don Juan Antonio afortunadamente era viejo amigo de don Pedro y accedió a entregarle el mando sin mayores problemas.

Para mi sorpresa una mañana se presentaron en Texcoco unos alguaciles preguntando por mí.

--Si, Fray Jose Topiltzin labora aquí de enfermero –apunto Fray Antonio, el abad del hospital de los juaninos--. ¿Por qué lo buscáis? Es ya un anciano. Lo conozco por ser sobrio y probo. Es un buen hombre y puedo atestiguar que no practica herejía alguna.

 El capitán de los alguaciles era un español de barba cerrada que portaba una toledana al cinto y un gran yelmo. Tenía una cicatriz, producto de un sablazo que un hereje le había dado en Pensacola, que le desfiguraba el rostro. Su dureza era evidente en sus modales bruscos, de soldadote, y su ceño fruncido. Su mano se encontraba posada sobre su acero. Cuatro alabarderos lo acompañaban.

--Traigo órdenes del virrey don Pedro que se presente ante él.

--¿Por qué? ¿Qué puede querer don Pedro con un humilde monje juanino?

--Mis órdenes, su señoría, son claras. Hacedme el favor de entregar a este Fray Jose Topiltzin. Y lo que quiera con él mi señor don Pedro pues son sus menesteres.

--Sabed que don Jose Topiltzin es ya un anciano. Os suplico que lo tratéis con suavidad.

--Tal hare –afirmo el capitán—no tengo razón para maltratarlo.


Fue así como fui llevado, a bordo de una carreta, y escoltado por alguaciles hasta la muy noble y señorial Ciudad de Méjico-Tenochtitlan, la cual no había visitado en décadas, para ser presentado ante el soberano de la Nueva España. Debo apuntar sin embargo que hice tal después de que el abad Fray Antonio había oído mi apresurada confesión, hecha en medio de balbuceos y quejidos pues el habla ya no la poseo, y me había dado una indulgencia plenaria pues no era remoto esperar que se me sometería a tortura por la Inquisición y que en el curso de esta moriría.

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