Wednesday, July 20, 2016

VIII. Citlaltzin

Ciudad de Mejico – Tenochtitlan – 1683

Nos encontramos en un triste caserío en las afueras de la Ciudad de México.  Varios canales cruzan el lugar, recuerdos tan solo de la Venecia indígena que había encontrado Cortes.  Al final de una calzada se encuentra una casona rodeada de ahuehuetes.  La casa esta media derruida y porta el blasón de un “noble de indias”, es decir, de algún príncipe o cacique indígena que se había aliado con los españoles y a cambio la corona había reconocido su nobleza.  Si alguna vez fue prospero el lugar hoy ya no lo es.  Los que pasan frente a la casona lo hacen de día y con premura pues se dice que hay aparecidos y almas en pena que ahí habitan.

Josef Rubio llego al lugar a bordo de una trajinera que lo dejo en un pequeño muelle atrás de la casona.  Sin preocuparse de aparecidos o almas en pena Rubio penetro en la casona.

--Tened esto –indico Josef Rubio mostrando los pedazos de papel amate que había juntado en la oficina del inquisidor.

Ante él se encontraba una mujer de piel cobriza, nariz aguileña, pelo de azabache, guapísima, y con un mirar hipnótico.  Vestía huipil a la usanza indígena y se encontraba ante un fogón rodeada de alambiques y botellas.

La mujer tomo en sus manos los papeles y produjo una lupa. Se acercó a una ventana donde se filtraba la luz solar y examino con sumo detenimiento los papeles mientras murmuraba quedamente en mexicano.

--Es todo lo que pude encontrar –explico Rubio.

--Lástima –dijo finalmente la mujer--.  La antigüedad de algunos de estos papeles es innegable. 

--¿Qué tanto?

--¿Veis este glifo?  Si no me equivoco se refiere al año diez caña –la mujer comenzó a usar un ábaco que había llegado en la nao de China--.  Es decir, según la cuenta larga, se refiere al año 732 de la era cristiana.

--Entonces ellos sí estuvieron ahí, en la Inquisición.

--¿La hermandad blanca?  Por supuesto –sonrió la mujer--.  Eran los juaninos que habían arrestado. 

--Eso explica porque el rey coyote asalto el palacio del santo oficio.

--Ahora es cuestión que establezcas donde se encuentra el deposito principal de estos manuscritos.

--¿Por qué os debo de decir? –dijo Rubio agarrándola de la cintura.

La mujer sonrió y elegantemente se salió de sus manos.

--Porque sé que no me negaríais nada.

--¿En verdad?  Asumís que soy vuestro juguete.

--Yo no tengo que asumir nada, mi querido Josef –dijo la mujer pasando una mano elegante por su rostro--.  Soy tu soberana, ¿no es así?

Ante esa caricia, Josef le agarro la mano y la empezó a besar febrilmente.

--¡Maldita sea!  ¡No sois tal!  ¡Sois mi diosa!

La mujer se rio.

--Si estoy tan segura de vuestro amor es porque vos sabéis que estoy muy cerca de encontrar a la Xiuhcoatl.

--Citlaltzin, me habéis embrujado.  ¡Soy vuestro esclavo!  ¡Me importa un bledo la Xiuhcoatl!

--No necesito esclavos –dijo quedamente la mujer mientras se soltaba el huipil--.  Necesito un paladín.  Tal vez vos no entendéis el poder de la Xiuhcoatl.  España sería erradicada de estas tierras si estuviera en mis manos.

--Sois ambiciosa.  Soñáis lo imposible.

--Os he demandado lo imposible, Josef.  Y no estaríais en mi presencia si dudara que estaréis dispuesto a hacerlo.

Amaranta se desprendió de sus ropas.  Josef la vio extasiado.

--Atendedme, Josef, y atizad, si, vuestra lujuria –dijo sonriendo la mujer--.  Los dioses gozan de la pasión humana.  Pero también de nuestra sangre, que es lo que la impulsa.

La mujer tomo un cuchillo finísimo e hizo un corte en su mano y dejo caer su sangre en un plato frente a un idolillo.

--¿Veis esta sangre?  Es la misma sangre que corría en las venas del emperador Cuitlahuac, el soberano que derroto a Castilla en la noche triste.  Si los Ixtlixochitl presumen que su sangre les da potestad sobre esta tierra la mía no es menos valiosa.  Y sí, soy ambiciosa.  Pero, ¿Qué queréis?  Es mi destino.  Y sabed que si los dioses todavía me prefieren es porque mi sangre es poderosa y con gusto se las ofrezco.

--Sois bruja y tenéis pacto con el demonio.  ¡Pero tal me importa un bledo! –juro el jesuita hincándose frente a ella y besándola--.  Si he de ir al infierno lo hare gustoso por haber tenido vuestros labios en mis labios.

--Venid, mi paladín –sonrió la mujer--.  Hacedme el amor y condenaos.

Un tiempo después el chipi chipi de la lluvia del altiplano había comenzado.  La pareja se encontraba abrazada para mantener su calor. 

--¿Así que Santa Cruz quiere El Caracol? –pregunto Amaranta.

--En efecto.

--¿Por qué es tan importante ese libro?

--La monja… --comenzó a explicar Rubio.

--Sor Juana…

--Sí, sor Juana, lo ha usado para predecir donde estará un nuevo planeta. 

--¿En verdad?

--Tal es lo que hemos inferido.

--Es decir, Sor Juana ha demostrado la veracidad de Kepler –concluyo Citlaltzin--.  ¿Vos la conocéis Josef?

--Poco.  He acompañado al arzobispo al convento.

--¿Es guapa?

--Por la cara, que es lo único que se le ve, sí.  Ah, y es bastante alta y muy elegante en su porte.  Se dice que su rostro no desluce ni desaíra el garbo.

--Ah sí, ya la coloco  Escribió los empeños.  Hice que me llegara una copia y me he deleitado leyéndolos.  Hay quienes adoran deidad en el ídolo que formaron.

--Eso se rumoraba del inquisidor Montoya, que la amaba en secreto –murmuro quedamente Josef--.  Mi señor el arzobispo Aguiar quería que se le arrestara y Montoya se opuso y hasta fue insolente.

--¿Tanta pasión desato esa monja?  Poderosa ha de ser.  ¿Es tal vez masculina?  Hay rumores.

--No me atrevo a decir tal cosa.  ¿Acaso buscaríais seducirla? 

--No sería la primera mujer que tal hago.

Josef hizo un gesto de fastidio.

--No me habléis más de Sor Juana o de ese libro.

Citlaltzin sonrió e intento posar su mano en su cara.  Rubio la tomo y la beso limpiando con su boca la sangre junto al corte.

--Josef, necesito ese libro.  Es la clave de este embrollo.

--Y mañana lloverá igual que hoy.  Y las trajineras recorrerán la laguna.  Y el santísimo seguirá crucificado.

--Y vos solo queréis amarme.

--¡Si!  ¿Qué diablos más queda por hacer?  La muerte es nuestro sino.  Lo poco que tenga de vida lo quiero vivir adorándote.

--Si en verdad me queréis tendréis tal vez que sacrificarme.

--¿De qué diablos habláis Citlaltzin?

--Los dioses son crueles pero justos.  Si os pongo en vuestras manos la Xiuhcoatl os daré los medios de liberar a mi patria.  Pero el precio será mi vida, ¿entendéis?

--Lo dicho.  Sois una bruja.  Pero no necesitareis hacerlo.  Tan solo es cosa de encontrar su libro.  Es la clave de todo este embrollo.

--Bien, suponed que obtenéis el Caracol que escribió sor Juana.  ¿Qué gana Santa Cruz con ello?

--Diablos si sabré –admitió Rubio.

--El libro lo tiene el francés –explico Amaranta--.  Tal me ha sido revelado.  Y el francés todavía está en la Nueva España.  No es tan fácil salir de ella.

--Entonces lo encontrare.

--El francés no actúa por sí solo.  Es un instrumento.  Sirve al papa, ¿entendéis?  El papa teme al contenido del Caracol. 

--¡Ah maldito! –juro Rubio incorporándose.

--¿Comprendéis lo que está en juego?

--Lo que me está quedando muy claro es que Santa Cruz es más ambicioso de lo que me había imaginado.  ¿Podemos usarlo?

--Hasta cierto punto.  Una vez que tengamos la Xiuhcoatl nada más nos detendrá.  Ni siquiera Santa Cruz podría oponérsenos.

--Entonces, me avocare a buscar al francés.  No puede ser que un europeo que habla mal el español se pueda hacer ojo de hormiga.

--No, sobre todo si está herido.

--Sabéis mucho.

--Los dioses me confían cosas –sonrió la mujer--.  Mi sangre, os repito, es el único alimento que les cae hoy.

--En tal caso decidles que revelen donde esta Aramis.

--Tal harían pero tendréis que darles algo de sangre.

--Sea --dijo Rubio ofreciendo una mano.


--No, Joseph, de vos los dioses lo querrán a la antigüita, extraída con espinas de nopal en tu pene --se rio la bruja.

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