Puebla - 1683
--¡Ay mísero de mí!
¡Ay infeliz soy! –lloraba Sancho en el calabozo del obispo-- Vamos,
obispo venal, ya que no sois conmigo cabal, aclarad pues no comprendo que
delito cometí por estar mi misión cumpliendo.
--¿Es vuestro nombre Sancho o es Segismundo? –pregunto
Josef Rubio entrando seguido de Citlaltzin-- Pues por vuestras quejas con tal
os confundo.
--Padre, mi nombre es Sancho, tal sostengo.
--Bien, en tal caso a confesaros vengo.
--Padre, confesión no requiero.
--Prepararos para el trance prefiero.
--Ah, ya intuyo, mi muerte es vaticinada y para
apaciguar conciencias mi confesión es solicitada.
--Tal es, me temo lo que acontecerá. Confesaos, hijo mío, que os ayudara.
--Confieso, padre que hasta la muerte sere fiel. Y por ello no he bebido vinos sino tan solo
hiel. Confieso, padre, que a locos he
seguido y ellos de su locura me han compartido.
Confieso, padre que he sido ambicioso, y que de ínsulas y sus riquezas
soy codicioso. Confieso padre que soy
soberbio y más rápido he caído que el hablador del proverbio. ¿Tiene nuestro padre Adán más culpa y si es
así, tengo yo disculpa?
--La sangre de Cristo os redimirá –sentencio Rubio.
--Vale. Si es
vino mi sed apaciguara –contesto Sancho.
--Hijo mío, estáis rayando en blasfemia –advirtió
Rubio.
--Padre, no es a vos a quien la parca apremia.
--La Mictlacihuatl no lo desea –advirtió Citlaltzin
después de examinar unos huesos que tiro al pie de Sancho.
--Es europeo –respondió Rubio--. Ciertamente por su alma Satanás pelea.
--¿Señora, por qué me sahumáis? --protesto Sancho--. ¿Y a qué demonios invocáis? ¿Esta indígena a sus dioses mi corazón ofrecerá? ¿No hay cristiano garrote que me ajusticiara?
--No, tampoco en la orilla Caronte lo espera –anuncio
Citlaltzin.
--Oíd a esta mujer bendita, padre, suena sincera.
--Por oírla es que estoy en este embrollo –confeso
Rubio.
--Josef, ajusticiarlo en nuestros planes pondría
escollo –advirtió Citlaltzin.
--Diantres, mujer que me confundís. Si lo dejo ir y Santa Cruz se entera me
hundís. Bien, Sancho, detallad vuestra
misión.
--Es sencillo, llevar un libro a la reina es mi
comisión.
--¿Este es el cuaderno? --interrogo Citlaltzin sosteniendo la copia
abreviada de El Caracol--. ¿El que demuestra
en el cielo un modelo alterno? ¿El que
viene de una jerónima mano? ¿La verdad
que teme el pontífice romano?
--Si, ese es en efecto.
--Josef, dejadlo continuar su trayecto.
--¿Y si no hago tal a los dioses causo ofensa?
--Dejadlo ir y en mi encontrareis recompensa –sonrió
Citlaltzin sugestivamente.
--Sea, Sancho o Segismundo. Esperad el anochecer –advirtió Rubio--. Encontrareis que la puerta de este calabozo
profundo la podréis abrir y desaparecer.
--Tened el cuaderno que la reina os espera. Y tomad esta plata que el hambre atempera.
--Señora, a vuestros dioses agradezco. Más sacrificio, por ser cristiano, me temo no
ofrezco –confeso Sancho.
--Tan solo derramad algo de vino en el Guadalquivir
–sugirió Citlaltzin sonriendo--, si es que hasta España lográis vivir.
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