Puebla – 1683
--Entrad, hijo –dijo con afabilidad el obispo Manuel
de Santa Cruz.
El prelado era de buena estatura, grueso, ojos glaucos
y risueños. Se encontraba degustando su
chocolate en la magnífica biblioteca que Palafox había construido.
--Agradezco vuestra hospitalidad, su señoría –dijo un
hombrecillo rechoncho y muy moreno que tímidamente entraba en el recinto.
--Esta carta que me habéis entregado me indica que os
manda Sor Juana –explico el prelado sosteniendo un papel--. Ella es una amiga muy querida aunque me temo
que a veces sus respuestas no son muy diplomáticas aunque siempre elegantes y
tal vez por ello causan escozor entre algunos prelados que no vale la pena
nombrar. Vos sois Sancho, ¿correcto?
--Cierto, su señoría, de los Panza de la Mancha,
cristiano viejo aunque no hidalgo como vos.
La voz de Sancho trataba de transmitir humildad pero
Santa Cruz intuyo cierto resentimiento, muy tenue, sí, pero concreto. ¿Qué aglutinaba esto, especulo Santa
Cruz? ¿Es el resultado de generaciones
de su linaje condenados a la pobreza y mediocridad en algún pueblo polvoso de
La Mancha? Si este hombrecillo, pensó
Santa Cruz, persigue un ideal sería imparable, y no necesariamente por lo inteligente o
valeroso, que sabrá el diablo si lo es, sino por lo terco, cual digno hijo de
España que pare a tales hombres por millares.
Santa Cruz hizo un ademan indicando que eso de los
linajes le importaba un bledo. Sancho lo
contemplo con cuidado. Era evidente que
el obispo estaba en un puesto tan exaltado que podía darse el lujo de desdeñar
las honras que trastornarían a los mortales comunes y corrientes. Instintivamente Sancho elucubró que el obispo
era un hombre peligroso y tal vez hasta cruel, acostumbrado a que su voluntad
se obedeciera de inmediato. Sancho no
pudo evitar sudar frio y temblar ligeramente.
Así pues los dos hombres se habían tomado la medida
uno del otro y ambos estaban conscientes de ello.
--Decidme, Sancho –se rio Santa Cruz que estaba
perfectamente consciente del efecto que había tenido en Sancho y adoptaba una
voz benigna, cuál del tiburón que invita con gentileza a un náufrago a cenar
juntos-- ¿cómo están lidiando con la hambruna las jerónimas?
--Sor Juana gobierna con mano de hierro la cocina del
convento, su señoría –afirmo con voz queda Sancho--. De inmediato ordeno hacer un inventario de
que tanto maíz y otros comestibles tenían a la mano. Luego lo consolido todo en la bodega del
convento y ella misma vigila como águila cuanto se saca de ahí. Reparte porciones precisas y mantiene la
disciplina de sus novicias diciéndoles que bastante han engordado con tanta
vianda que preparan y que es menester y saludable que pierdan algo de peso.
--¡Ja ja! --se
rio Santa Cruz de buena gana--. ¡Qué
mujer! Si ella hubiera estado al mando
de Numancia no se hubieran rendido por hambre los defensores.
--Pero el resto de la comarca y de la ciudad sufren
mucho, su señoría –continuo Sancho--. Si
viera usted lo desgarrador que ha sido para ella cerrarles la puerta a las
mujeres que vienen a pedir maíz.
--Pero aun así tal hizo, ¿verdad?
--Pues si, tal hizo Sor Juana –admitió Sancho--. Yo a duras penas logre salir de la ciudad de Méjico
con vida porque ya vide que estoy gordo.
Parecía que esa infeliz gente me quería comer, tal es su hambre. Solo porque montaba la yegua del señor
almirante y esta es indómita y reparte coces a diestra y siniestra fue que
logre salir con el pellejo incólume.
--No me asombra lo que decís –apunto Santa
Cruz--. Aquí también nos ha pegado muy
duro el chahuistle y tengo reportes que hubo canibalismo entre los habitantes
de la sierra. Y aquí mismo en Puebla
algunos vecinos han desaparecido. Y todos
eran de carnes generosas, lo cual ha levantado sospechas entre los alguaciles.
--¡Caníbales!
¡Dios nos agarre confesados!
--Exactamente ¿quién es este almirante que nombráis?
--Se trata del gentilhombre al que sigo. Don Pedro de Santa Cruz es un todo un
caballero, hidalgo, cristiano viejo, y muy leal al rey.
--¿Santa Cruz?
--Si, igual apellido que el de su señoría. Tal vez sois parientes.
--Tal vez, no sé.
--Don Pedro ha comandado las galeras del rey y ha
incursionado por todo el mar mediterráneo matando por miles a los seguidores de
Mahoma. Vamos, si los vientos no le
hubieran sido contrarios hubiera subido por los Dardanelos a apresar al mismo
gran Turco y forzarlo a convertirse a la fe católica.
--¿En verdad? –contesto el prelado con
incredulidad--. ¡Qué hombre tan
extraordinario!
--Es el mejor espadachín de toda Europa. Se entrenó con los mosqueteros del rey de
Francia y hasta dicen las malas lenguas que es hijo de Richeliu.
--Vamos, ¿entonces no es español?
--Si lo es, cristiano viejo como os dije, su señoría.
--¿Pero tal vez hijo de Richeliu?
--La reina favorecía a mi señor.
--¿De qué reina habláis? ¿La de España o la de Francia?
--La de España, que, como vos sabéis, es de Francia.
--Cierto –contesto el prelado recordando que la reina
era una infanta de Francia, sobrina del mismo Luis XIV--. Pero decidme, ¿acaso vuestro amo, este
almirante Santa Cruz, trataba con la corte de España?
--Por supuesto, su señoría –replico Sancho con
aplomo--. Sabed que cuando el mejicano
me dio con el dardo en una nalga fui a ser tratado por el cirujano del mismo
rey, don Isaac de Brabante, un judío que la reina protegía por su gran
erudición.
--No os entiendo –dijo con exasperación el
prelado--. ¿Vos habéis estado en la corte? ¿Y habéis visto a don Carlos? ¿El hechizado?
--Lo vide, sí, pero de lejos. Pero el hombre no actuaba como idiota cuando
la reina lo sacaba de su letargo.
Bendita sea esa mujer, su señoría.
--¿Y por qué necesitabais curación de un judío?
--Don Isaac no me logro curar, su señoría. Más bien fue el filtro de Fierabrás el que me
restauro la salud.
--¿El filtro de Fierabrás?
--Si, un elixir maravilloso que me dio el gentilhombre
al que servía anteriormente.
Desgraciadamente este se volvió loco leyendo libros de caballería pero
no hablare más sobre él pues ya está juzgado de Dios.
--¿Era un elixir judío?
--No, según me había dicho mi anterior patrón venia de
Etiopia. Cuando se lo menciono a Sor
Juana esta me dijo que, en efecto, lo había creado un tal Preste Juan y que
ella tenía varios años tratando de reproducirlo sin éxito.
El prelado alzo los brazos exasperado.
--Sea, entonces, hijo.
De Sor Juana no dudo tal cosa pues, si no la quema antes la Inquisición,
seguramente descubrirá la piedra filosofal y hasta el elixir ese de
Fierabrás. Pero aclaradme siquiera que
anda haciendo vuestro patrón aquí en la Nueva España.
Sancho bajo la vista algo receloso.
--Vamos, hijo mío, podéis confiar en mi –apunto el
prelado con voz melosa y sonriendo--. Posiblemente sea vuestro patrón mi nepote, o
sobrino, de la rama de Toledo…
--Mi patrón era andaluz, de Sevilla.
--Por supuesto, tengo tíos ahí, en el mismo barrio de
Triana y en la antigua judería. Si,
definitivamente es de mi sangre. Confiad
en mí, Sancho, es menester que me digáis todo sobre vuestro patrón. Creo que lo voy a poder ayudar.
--¿Cómo sabe vuecencia que necesita ayuda?
--Vamos, es que si vuestro patrón esta tan bien
colocado en la corte que la reina lo favorece seguro tendrá enemigos y gente
que le tiene envidias, ¿verdad?
--Cierto, mi señor, el almirante Santa Cruz, tiene
muchos enemigos.
--Y la misión que desempeña semejante hombre aquí en
la Nueva España ha de ser extraordinaria, ¿verdad?
--Al que más teme mi señor es a un francés.
--¿Un francés?
--Si, un jesuita, ex mosquetero del rey de
Francia. Su nombre es Aramis. ¿Lo conoce vuecencia?
--No, definitivamente no.
--Si no fuera porque los corsarios del señor de
Ventimiglia nos apresaron en el golfo hubiéramos caído en manos de Aramis. Mi señor tuvo que colaborar con los piratas
en la toma de Veracruz y fue por ello que el señor de Ventimiglia nos dejó ir
libres.
--Abreviad, Sancho, que solo me confundís. Os pregunto abiertamente, ¿en qué consiste la
misión de vuestro patrón aquí en la Nueva España?
Sancho, aunque era de naturaleza parlanchina, volvió a
cerrar el pico y bajo la vista.
--Si vuestro patrón está en peligro a causa de ese
francés, yo tengo que saberlo todo para poder ayudarlo –dijo Santa Cruz con
algo de exasperación--. Y como os dije,
definitivamente creo que somos de la misma sangre. No os quedéis callado entonces.
--Bueno, según entiendo, la misión de mi patrón fue
encargada por la misma reina.
--Continuad.
--Mi patrón tenía que matar a un egipcio.
--¿A un egipcio?
¿En la Nueva España?
--Si, sor Juana le iba a entregar la manera de
matarlo.
--¿Os burláis de mí, Sancho?
--No, su señoría.
Tened –dijo Sancho extendiéndole un libro de apuntes--. Esta es la manera en que Sor Juana decía que
podrían matar al tal egipcio que creo se llamaba Tolomeo.
Santa Cruz abrió con cuidado el cuadernillo. Consistía de cálculos astronómicos muy
complicados que solo podrían salir de la mano de Sor Juana.
--Que obra tan extraordinaria.
--¡Tanto numero para matar al tal egipcio! –se rio
Sancho.
Santa Cruz continuo ojeando hasta que llego a las
ultimas paginas donde se hacía una predicción de donde estaría en
aproximadamente ochenta años más un astro que la musa denominaba “Rahu”.
--Mi patrón me encargo que le llevara esto de regreso
a la reina, doña María Luisa.
--Entiendo –dijo quedamente el prelado.
--Aunque esto no es el original. Sor Juana lo llama el Caracol.
--¿El Caracol?
--Decía Sor Juana que era un tratado de música, de la
música de las esferas.
--¿Y Sor Juana tiene el Caracol?
--Me temo que no, su señoría. Según entiendo lo tienen los señores del
santo oficio.
--Ah, comprendo.
--Aparentemente lo confiscaron.
--Correcto. El
santo tribunal del santo oficio es muy quisquilloso en estos menesteres. Escuchadme bien, Sancho. Quedaos aquí unos días. Investigare sobre este Caracol y su
paradero. Mientras, espero que me
permitiréis hacer examinar este cuadernillo, ¿verdad?
--Mi patrón me
hizo jurar que se lo entregaría a la misma reina.
--Y tal haréis, Sancho –dijo el obispo sonando una
campanilla.
Un trio de siervos, mozos fornidos, se presentaron.
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