Ciudad de México-Tenochtitlan - 1675
Existe a unas cuantas varas del palacio del virrey
todo un puerto, el llamado Puerto de San Lázaro. Es ahí donde penetran varios canales hasta el
corazón de la ciudad y terminan en varios muelles adonde atracan las trajineras
que traen su carga desde las ciudades alrededor del gran lago que es el corazón
de Anahuac.
Todo es bullicio en ese puerto. Los bultos son descargados y, o bien se
llevan a su destino a lomo de indio o bien son las igualmente sufridas mulas
las que se doblan bajo el peso de la carga.
El lugar es una romería y veréis ahí desde ltivos nobles de castilla
embozados y portando toledana y dispuestos a desnudar el acero a la menor ofensa.
Hay también en esa multitud igualmente arrogantes
príncipes de las casas reales indígenas que han jurado fidelidad al rey de
Castilla. Estos últimos van acompañados
de su sequito de señores feudales o “indios principales” que les deben lealtad
y vienen vestidos en elegantes togas yucatecas con un porte que envidiaría un
senador de Roma. Portan los indígenas
estos manojos de rosas para disimular el olor de “los de Castilla” los cuales
no son aficionados al baño como los limpísimos naturales de Anahuac.
Hay también en ese puerto de San Lázaro nubes de
curas, prelados, pajareras, vendedores, alabarderos, criados, pordioseros,
prostitutas y, por supuesto, carteristas y matasietes. Y a veces podéis ver a un oriental, bien un
hindú o un dayako de Borneo, que ha venido desde las Filipinas, pues el
gobernador de esas islas remotas tiene por soberano al virrey de la Nueva
España.
El comercio bulle y la plata, acuñada en pesos
mexicanos que circulan hasta en Macao y en Cipango (Japón), engorda las bolsas
de los comerciantes. Las bodegas
albergan desde finos trabajos de plumería, jade, y obsidiana, hasta finas sedas
recién llegadas de oriente en la nao de china.
Y no faltan las procesiones que sahúman con incienso las malolientes
calles de San Lázaro y que se comisionan para agradecer a un santo el que la
carga haya llegado con bien hasta el altiplano.
Cierto, de que si los envíos llegaran eventualmente a
Cuba y de ahí hasta Sevilla es cosa que solo el santísimo sabe. Los peligros son muchos, desde los piratas
que asolan el golfo hasta las impredecibles tormentas que destrozan con
facilidad los frágiles buques de la época.
Pero el que tenga la fortuna de hacer llegar con bien un cargamento de
sedas venidas desde la China a Filipinas y de ahí a la Nueva España y luego a
Cuba y finalmente a Sevilla subiendo el Guadalquivir puede pedir el peso en oro
de esas sedas. Son incontables los
comerciantes que se han muerto ahogados o despanzurrados por un obús pirata
mientras se abrazaban a un retazo de sedas.
En medio de todo el torbellino humano que se congrega
en el puerto de San Lázaro y anclada cual una gran nao junto al llamado muelle
de Santo Domingo se encuentra un edificio singular: la taberna del arco de
Neptuno.
La historia de esta taberna esta hilvanada con el
personaje que os presentare a continuación.
Amaranta, (María Amaranta Cocoxtli según algunas
crónicas) era una mestiza trajinera que traía mercancía desde Chalco. La madre de Amaranta, una indígena cuyo
nombre no se cita en las crónicas, había muerto al darla a luz y esta había
sido educada por su abuela, una bruja o curandera de Chalco. El padre se desconocía aunque se decía que
era un español muy rubio, el cual, decían las malas lenguas, era descendiente
del terrible don Pedro de Alvarado.
El caso es que Amaranta salió “blanquita” y hasta
pecosa y bien podía pasarse por criolla aunque solo habla mexicano (náhuatl) y
muy apenas algo del español y siempre andaba trenzuda y descalza y vestida con
huipil. Amaranta creció y era buena moza
y no le faltaban ofertas matrimoniales aunque su genio era terrible (¿acaso por
la sangre de don Pedro?). Sin embargo,
Amaranta no quería “bañar borracho” o mantener a un poltrón y rehusaba las
ofertas matrimoniales. Amaranta prefería
dedicarse al comercio en lo cual resulto muy sagaz y sacaba buenas ganancias
llevando en su piragua legumbres y mazorcas hasta San Lázaro.
Fue así que una vez Amaranta encontró un cadáver que
portaba una panga en la laguna.
Esto no era de asombrar. Era común ver a los muertitos flotando en las
aguas de la gran laguna con un sequito de zopilotes que los tripulaban. Los zopilotes eran muy pacientes. Esperaban a que el cadáver se hinchara con
los gases de la putrefacción. Esto
significaba que sus carnes ya estaban “blanditas”. Los pajarracos entonces los empezaban a
picotear y el cadáver se desinflaba (a veces explotaba) y los zopilotes lo
podían despellejar hasta que el infeliz finalmente se hundia.
Pero les decía que Amaranta encontró un cadáver
flotando en la laguna. No estaba
encuerado o vestido en los humildes trapos de los indígenas sino era
evidentemente un gentilhombre. Amaranta
se acercó al muerto y espanto a los zopilotes que lo tripulaban.
La cara del muerto estaba irreconocible. Los zopilotes
habían empezado a picotearlo por ahí.
Amaranta noto un pedazo de acero toledano roto y enterrado en el
pescuezo del muerto. ¿Quién era el
muerto y quien lo había matado? Jamás se
sabría pues Amaranta no era tan bruta como para ir a indagar con las
autoridades virreinales.
Tal vez, pensó Amaranta, el infeliz había muerto a
manos de un marido celoso. El marido, tal vez otro español cuyo honor había
sido mancillado, pues solo a estos se les permitía portar toledana, había
encontrado al difunto mientras lo cornamentaba.
Hubo un duelo, por supuesto, en algún lugar junto a la laguna y el
difuntito, mal herido, había tratado de huir en la panga y ahí había muerto.
Lo que si noto Amaranta, cuyo instinto era muy fino,
fue que el muerto portaba una “víbora” o sea un cinturón con lugar para
esconder monedas. Amaranta saco su cuchillo y puso manos a la obra.
--Hermanos zopilotes –dijo Amaranta dirigiéndose a los
pajarracos que se habían aposentado en un islote y contemplaban la escena--,
este cristiano se los encargo pa que les hinche el buche cual manda Dios. Yo me quedare con las monedas que portaba el
infeliz ya que a vuecencias no les sirven.
No sé el nombre de este infeliz difuntito pero lo llamare don Rodrigo
pues los gachupines siempre están jode y jode con las hazañas que dicen que
hizo un fulano de ese nombre quesque mataba mil moros de un navajazo en
Castilla la vieja. Y aquí enfrente de
ustedes, hermanos zopilotes, y de Diosito que todo lo ve, juro que le daré unos
cobres al padre Julián para que haga una misa por el descanso del alma de “don
Rodrigo”. Y si el curita pregunta quien
era ese don “Rodrigo” le diré que era un gachupin que mato un moro que asolaba
Chalco y que quería robarle las almas a los cristianos de ahí y que don Rodrigo
tristemente también murió al ajusticiar a ese demonio pues este alcanzo en su
esténtor de muerte a enterrarle su toledana en el pescuezo.
No registra la crónica si los zopilotes contestaron
“amen” a la manda hecha por Amaranta.
Pero bien, asumamos que alguno de los franciscanos que abundaban en la
Nueva España había predicado la doctrina a los pajarracos de Anahuac (tal
suelen hacer esos loquitos) y que los zopilotes eran todos celosos conversos al
catolicismo que abjuraban de adorar a los dioses sanguinarios de sus abuelos y
que tal vez hasta se persignaron al oír lo jurado.
--¡Y vive Dios!
¡Qué buena gente fue en vida don “Rodrigo”! –exclamo Amaranta contando
los doblones de oro que había extraído de la “víbora”.
Fue así como Amaranta tuvo el capitalito (aun después
de darle unos cobres al padre Julián para la misa para el alma de don
“Rodrigo”) para poner un estanco en el muelle de Santo Domingo en el puerto de
San Lázaro. Y ahí Amaranta empezó a
mercar lo que le traían las trajineras y su capital empezó a crecer y crecer.
Y no, admito que no os he explicado lo de la taberna
del Arco de Neptuno y os pido vuestra paciencia pues poco a poco se verá cómo
se erigió.